Número 2 Vol. 8 2017 - Número monográfico: Las adopciones: El proceso, la prevención y la clínica
Práctica clínica
Clinical Practice
Veinte años de experiencia en post-adopción: consultas e intervenciones terapéuticas
Clinical Practice
Twenty years of experience in post-adoption: consultations and therapeutic interventions
Grau Quintana, Esther Associació CRIA, FAMÍLIA I ADOPCIÓ, España
Recibido a 26 de Mayo de 2017, Aceptado a 15 de Junio de 2017Resumen
Este artículo refleja la experiencia de un servicio psicológico especializado en la asistencia en post-adopción, a lo largo de los últimos veinte años. Ejemplificadas a través de viñetas clínicas, se ilustran demandas frecuentes e intervenciones terapéuticas posibles, en las que se da cuenta de la variabilidad en los efectos de los factores de riesgo en función de la adecuación y oportunidad de los factores de protección y de reparación.
Abstract
This article reflects the experience in a post-adoption service during the last twenty years. Exemplified through clinical cases, we illustrate frequent demands and possible therapeutic interventions, taking into ac the variability of risk factors’ effects depending on the adequacy and timing of protection and repair factors.
Palabras clave
adopción, post-adopción, servicio post-adopción, asistencia psicológica
Keywords
Adoption, post-adoption, post-adoption service, psychological assistance
Páginas E16, 1-14
DOI https://doi.org/10.5093/cc2017a11
PDF cc2017v8n2a5.pdf
Contenido
Para citar el artículo: Grau, E. (2017). Veinte años de experiencia en postadopción: consultas y abordajes terapéuticos. Clínica Contemporánea, 8, e16. http://doi.org/10.5093/cc2017a11
Hace aproximadamente veinte años la adopción internacional inició en nuestro país un proceso de crecimiento que, en pocos años, resultó exponencial. Desde entonces han llegado a España más de 60.000 niños y niñas procedentes de distintos países del mundo pasando a formar parte de sus familias y de nuestra sociedad. Actualmente, y teniendo en cuenta que el año 2004 representó el punto álgido en el número de adopciones realizadas por vía internacional, esos niños se hallan, en su mayoría, en la etapa adolescente.
A sabiendas de que otros trabajos de este monográfico analizarán esta realidad desde perspectivas distintas, y partiendo de la base de que la nuestra solamente puede situarse en la clínica psicológica, reflejaremos aquí la experiencia que, tras veinte años de trabajo en el ámbito de la post-adopción, hemos podido acumular tanto en lo relativo a las motivaciones que llevaron a las familias a consulta, como en lo referente a los recursos terapéuticos que fuimos comprobando más idóneos a cada circunstancia. Esta panorámica nos permitirá esbozar un mapa donde situar el tipo de demandas y sus momentos críticos, las problemáticas de fondo, y las posibles intervenciones en las diversas etapas de la post-adopción.
El marco desde el cual proponemos esta revisión es el de un servicio privado de asistencia en post-adopción que trabaja también en convenio con la administración pública (en concreto con el Institut Català del’Acolliment i de l’Adopció de la Generalitat de Cataluña) atendiendo las demandas que voluntariamente realizan familias, jóvenes y adultos adoptados. Los profesionales que conforman dicho servicio son terapeutas de base dinámica y sistémica, especialistas en el ámbito de la adopción y el acogimiento.
En los últimos años de la década de los 90, cuando empezamos a recibir a las familias con sus hijos recién llegados de otros países, y habiendo recabado conocimiento sobre las condiciones en las que los niños y las niñas habían podido vivir en sus países de procedencia, hipotetizamos que los factores de riesgo que habían acompañado sus primeros tiempos tendrían efectos a medio y largo plazo. El principal motor que nos movió a organizarnos y proyectar un servicio de asistencia psicológica en post-adopción fue la constatación fehaciente –por entonces a través de los seguimientos post-adoptivos a los que obligan los países de origen- del efecto de esas vivencias. En esos tiempos la propuesta de servicio especializado, si bien se vio comprendida y compartida por otros especialistas en contacto con la realidad adoptiva, se recibió con cierta resistencia–incluso suspicacia- social. La adopción internacional había abierto fronteras a la posibilidad de aunar la necesidad de tener familia de los menores con el deseo de ser padres, pero el boom de la adopción, en esa efervescente voluntad social de ofrecer una vida mejor a niños y niñas de otros países, distrajo la mirada de aspectos importantes que debían tenerse en cuenta a largo plazo; de alguna manera fue calando en el conjunto de la sociedad la tácita idea de que la nueva vida borraría o compensaría la vida anterior. Esa idea casaba mal con nuestras preocupaciones sobre el futuro de esos niños y de esas familias; de hecho y por desgracia, los años mostraron en no pocos casos esa suerte de ceguera o ingenuidad colectiva al evidenciar las consecuencias de la falta de preparación para la realidad a la que se han tenido que enfrentar muchas familias y que, aun sin datos concretos a nivel general, quienes trabajamos en este ámbito conocemos cotidianamente. En ese permanente resituarnos al que nos obligó la post-adopción también los especialistas debimos modificar nuestras preconcepciones. Sin dejar de ser cierto lo dicho, la experiencia nos demostró también que esos factores de riesgo reales en los inicios de vida de buena parte de niños y niñas adoptados (abandono, maltrato, violencia de contexto, pérdidas repetidas, toxicidad en el embarazo, larga institucionalización…) podían ejercer influencias inciertas en su desarrollo al ser compensados en parte por factores de protección, ya en sus países de origen (resiliencia del menor y puntuales tutores de resiliencia) y a lo largo de la infancia(básicamente la asunción de la realidad con la que llegaban los niños por parte de sus familias, y la adaptabilidad de medios sociales para su reparación) (Aramburu, 2014). La compleja y particular confluencia y combinación de esos factores puede ser muy variable y ha ido dibujando un panorama de diversidad considerable; por ello, los mayores esfuerzos fueron desde el principio orientados hacia observar, discernir y tener en cuenta las particularidades de cada caso, para diseñar intervenciones “a la carta”.
Si bien no es obligado que la existencia de factores de riesgo anteriores a la adopción desemboque en una adolescencia o juventud en riesgo (cabe subrayar que la mirada que aquí proponemos es siempre desde la clínica, es decir desde la experiencia con familias que consultan y no con el grueso de la población adoptiva), obviamente su suma, su gravedad y su perdurabilidad, aumentan la probabilidad de secuelas. Los factores de reparación adecuadamente diseñados pueden, si no revertir, compensar; pero hay que saber también quelos factores de riesgo no acaban con la adopción y hemos comprobado cómo algunas evoluciones personales y familiares, habiendo llegado los niños en relativas buenas condiciones, sufrían las consecuencias de unas expectativas parentales poco ajustadas a ese proyecto adoptivo.
La post-adopción ha variado substancialmente a lo largo de estos veinte años. La comprensión social de la propia post-adopción ha evolucionado en paralelo a la progresiva visibilidad de las necesidades de muchas familias adoptivas, a medida que los hijos e hijas iban alcanzando nuevas etapas vitales. Los motivos de consulta y la magnitud y durabilidad de las dificultades planteadas, así como la progresiva diversa procedencia de las demandas, hicieron la asistencia en post-adopción cada vez más compleja obligando a quienes trabajamos en este ámbito a una dinámica asistencial en permanente reciclaje.
El propio término post-adopción ha sufrido, y sigue experimentando, cambios en su conceptualización. Con los años se generalizó incorporándose socialmente la idea de que la parentalidad adoptiva comporta especificidades que deben conocerse y ser tenidas en cuenta, normalizando la posibilidad o incluso conveniencia de realizar consultas con especialistas en este ámbito. Por otro lado ese término se ha ampliado y diversificado; a medida que los niños y niñas crecían, el universo de motivos que podían requerir la intervención de expertos se hacía más complejo y su ocasión más dispar en el tiempo. Si bien hace años se entendía la post-adopción referida a la inmediatez de la llegada del menor a la familia, e implícitamente se asociaba al período de acoplamiento entre padres e hijo y por lo tanto a las particularidades de la integración familiar y a la construcción de vínculos, con los años el término post-adopción se ha seguido usando asociado a múltiples circunstancias que despiertan inquietudes o entrañan conflictos en la dinámica personal yfamiliar; así, los servicios de post-adopción, al atender a las familias y a las personas adoptadas a lo largo de su biografía por problemáticas diversas, se han ido convirtiendo en servicios de asistencia psicológica ala familia (y en el presente también al joven y adulto adoptado), tanto en lo relativo al engranaje personal y familiar en el que subyace la integración de los orígenes bio-socio-culturales, como en lo concerniente a las consecuencias de la vida previa a la adopción y a su metabolización por parte de cada uno de los miembros de la familia y a su dinámica de conjunto. Tanto las familias, como las personas adoptadas, como los agentes que de algún modo tratan profesionalmente con ellas cuentan actualmente con la existencia de esos servicios post-adopción. No obstante, no ha habido tiempo todavía para aunar criterios y establecer los límites del terreno asistencial en este sector y, sobre todo, está por analizar el equilibrio que sus profesionales saben, o deberían de saber, mantener a la hora de identificar y diferenciar núcleos de conflicto. Hay problemáticas cuyo origen se sitúa en algún aspecto vinculado al hecho adoptivo, y otras que se corresponden a otras circunstancias vitales pero, cuando se solicita atención al servicio post-adopción, con gran frecuencia se estáimplícitamente considerando que esas problemáticas, sean del orden que sean, tienen que ver con el hecho adoptivo. Muchos de los actuales motivos de consulta, por ejemplo, tienen relación con dinámicas personales y familiares propias de la adolescencia, el hecho de que a menudo las familias acudan entonces a unservicio de post-adopción da cuenta de la asociación que las mismas hacen entre los conflictos de ese momento y algún aspecto de la identidad adoptiva. Es tarea nuestra ofrecer amplitud de miras y ayudar a situarlos conflictos en el lugar que les corresponde –y no siempre la adopción está en el trasfondo de cualquier conflicto- para no contribuir a esa posible miopía y caer en la indudable atribución de cualquier dificultad a aspectos relativos a la adopción. A nuestro modo de ver, tanto los servicios de salud mental infanto-juvenilcomo los servicios post-adopción deberían contar con especialistas que puedan evaluar en cada caso el pesode todos los factores desde el conocimiento y la comprensión del hecho adoptivo y sus derivadas. El empeñoen calibrar ese peso de los factores no es baladí, la experiencia nos ha demostrado con creces que demasiado a menudo se puede caer en sobrecargar el hecho adoptivo (el pasado del niño, principalmente) presumiendo que cualquier conflicto viene de ahí, o bien al contrario, minusvalorarlo o incluso olvidarlo haciendo tabula rasa. Con gran frecuencia buena parte de nuestro trabajo ha consistido, justamente, en localizar los focos deconflicto con la familia a partir de la resituación de esos factores.
En los últimos años, el aumento y la diversificación de las demandas supusieron una creciente implicacióny mayor conocimiento por parte de profesionales vinculados a la infancia que previamente habían estado poco en contacto con determinadas realidades hasta no hace tanto infrecuentes o poco significativas en nuestro contexto social (situaciones de riesgo sufridas antes de la adopción, y aspectos idiosincráticos de la“nueva adopción” como la diversidad racial en las familias, la monoparentalidad, o la homoparentalidad). Mientras el grueso de familias se hallaba en las etapas de primera infancia y latencia, las demandas fueron promovidas principalmente por las propias familias y, aunque en menor medida, por el ámbito escolar; más adelante a esas demandas se les sumaron las de otros especialistas que, al atender casos complejos que requerían intervenciones multidisciplinares, acudían a profesionales que pudiesen ofrecer una comprensión amplia y profunda de la influencia que a nivel psico-emocional podían ejercer los efectos de las experiencias previas a la adopción. La puesta en marcha de esas colaboraciones y feedback constantes que con eltiempo fueron convirtiéndose en consistentes redes asistenciales, fue de máxima utilidad en los procesos de toma de decisión sobre formas de actuar y prioridades en la puesta en marcha de ayudas diversas. A lo largo de los años esos profesionales (maestros, psicólogos, pedagogos, terapeutas ocupacionales, optometristas, fisioterapeutas, neurólogos y neuro-pediatras, psiquiatras y otros especialistas), al tener creciente contactocon familias adoptivas, fueron afinando en sus apreciaciones, y las exploraciones, los diagnósticos y las indicaciones fueron progresivamente más ajustados a las necesidades de fondo, suponiendo esa coordinación entre especialistas una mayor eficacia asistencial en cada especialidad, y ahorro de tiempo y de energíastanto para ellos como para las familias. Trabajar en red ha contribuido grandemente en la permanente (re)visión y comprensión de esas problemáticas, en la redefinición de diagnósticos y en el aprovechamiento y la creación de recursos. Hoy no podemos concebir otro modo de trabajo si no es contando con ese permanente flujo de pensamientos compartidos entre familia y especialistas. En un futuro próximo, en la medida en que algunos adolescentes y jóvenes atendidos en salud mental entren en el mundo laboral, esa red deberá ampliarse y complementarse.
Últimamente las consultas de los propios jóvenes adoptados han motivado un nuevo viraje en la post-adopción haciendo más complejo el universo reflexivo sobre las inquietudes que acompañan al hecho adoptivo. Ellos constituyen buena parte de la actual realidad asistencial impeliéndonos a ahondar en aspectos –no por previstos menos trascendentes- que amplían el escenario asistencial general. Se trata principalmente dedos terrenos bien diferenciados que nos alientan a la puesta en marcha de nuevos recursos: la búsqueda de orígenes por parte de jóvenes que no habían consultado anteriormente y que, llegados a la vida autónoma y de creación de sus propias familias, desean ser acompañados en un viaje de conocimiento interno –y a vecestambién externo- de su pasado; y en otro lugar bien distinto jóvenes que, después de una infancia repleta dedificultades y de fracasos evolucionaron hacia la gravedad hallándose hoy en los límites de la psicopatología.
La experiencia en contacto permanente con las dificultades que motivaron las consultas en post-adopciónnos permite examinar, veinte años después, la panorámica actual de la asistencia psicológica en este ámbito. Ofreceremos aquí un abanico de consultas representativas del conjunto recibido a lo largo de los años, así como de los recursos terapéuticos que fuimos proponiendo en adecuación a esas demandas, ejemplificándolos con viñetas clínicas que nos servirán para dar muestra de nuestro trabajo (los casos se han modificado demodo que quede garantizado su anonimato).
Consultas e intervenciones terapéuticas
La evolución de los motivos de consulta fue desde la demanda de acompañamiento en el proceso deintegración familiar y de comprensión de las conductas difíciles de gestionar en familia, pasando por las dificultades de aprendizaje y de socialización en el ámbito escolar, vinculado todo ello a las secuelas de lasexperiencias adversas sufridas antes de la adopción –cognitivas, conductuales, relacionales y emocionales y a los desórdenes en los procesos de vinculación familiar, para llegar a las conductas disruptivas o (pre)delincuenciales en la adolescencia y la juventud, y, finalmente, en el último tramo de la construcción de laidentidad, a la revisión personal que tiene lugar en el paso a la vida adulta que incluye la búsqueda de los orígenes.
Durante los primeros años de nuestra asistencia fueron muy frecuentes las demandas por dificultades de crianza. Coincidiendo con los inicios de la post-adopción y por lo tanto con esa todavía generalizada creencia de que la vida cotidiana en familia debía “normalizarse” con los meses, era habitual recibir consultas por problemas de hábitos (no quiere dormir, comer, vestirse… solo), y muy a menudo por dificultad en lagestión de los límites. Ayudar a los padres a conectar con el trabajoso proceso que representa vincularse aunas figuras de referencia incorporando lentamente el sentido de pertenencia a la familia y, más lentamente aún, edificando un auténtico sentimiento de incondicionalidad en la relación, fue nuestra labor diaria en aquellos tiempos; refrescar que la etapa anterior había obligado a ese niño a ser autónomo cuando todavía no era su momento y que, aunque tuviese ya edad cronológica para autogestionarse en muchas de las actividades cotidianas, ser dependiente estaba por probar. A menudo, ese tipo de dificultades conductuales se ha repetido a lo largo de los años resurgiendo en momentos de cambio en la vida del niño; aquel trabajo inicial con los padres facilitó también que en esas siguientes etapas, cuando de nuevo el equilibrio se desestabiliza, contasen con el recurso post-adoptivo y pudiésemos abordar conjuntamente la situación sin demoras.
Construcción del vínculo y sentimiento de incondicionalidad
El proceso de vinculación, cuando se viene de modelos de apego inseguro, es largo y tiene capas de profundidad. Con frecuencia desorienta a los padres que tras años de convivencia todavía cada mañana haya unarabieta o que todas las noches se encuentren a su hijo en la cama. Es sorprendente para ellos constatar que lasfiestas navideñas o un viaje de vacaciones o una celebración con amigos desate, de nuevo, reacciones que alprincipio eran lo habitual y que creían ya superadas. El arraigo del sentimiento de incondicionalidad en la relación, cuando no se pudo construir desde el inicio, cuesta años de superación de momentos y más momentosde temor o de incertidumbre. Esas reacciones automáticas a la contrariedad deberían ser entendidas como signos de que el tiempo, en el universo emocional, va a otro ritmo (Grau y Mora, 2005; Mirabent y Ricart, 2012).
El trabajo con los padres es imprescindible para ayudar a interpretar el mundo interno en el que vive suhijo. Cuando recibimos consultas por problemas conductuales de los niños, siempre la primera y fundamentalintervención es con los padres y a menudo con todas aquellas personas que conviven habitualmente con él (otras personas que vivan en casa, tutores de la escuela…). La contribución más eficaz para ayudar al niñoa (re)construir su confianza básica –elemento esencial en la tolerancia a las frustraciones- es acompañar asus familias hacia la comprensión de lo que esas conductas nos comunican; siempre detrás de la expresiónde rabia hay miedo. Establecer límites y mantener firmeza no está reñido con esa comprensión, aunque seaciertamente difícil de compaginar en la vida cotidiana. De todos modos, el hecho de profundizar conjuntamente en ese mundo interno -padres y terapeuta- comprendiendo los mecanismos defensivos que rigen elfuncionamiento personal de su hijo, predispone a una genérica mayor capacidad de contención por parte delos padres, y ahí donde ellos mismos reaccionaban desde la impotencia y consecuente a menudo rigidez, acrecientan recursos que destilan esa mayor capacidad de hacerse cargo, lo cual contribuye poco a poco a irdesactivando los resortes del miedo.
En muchos casos, cuando la consulta tiene lugar debido a problemas de conducta, la intervención consistecasi exclusivamente en sesiones con los padres, por lo menos durante largo tiempo. Habitualmente tras una primera entrevista con ellos invitamos a que vengan con su hijo lo cual nos permite, además de observar la dinámica familiar, poner en voz alta ante él aquello que preocupa a los padres en términos de dificultades familiares. Focalizar el conflicto en el conjunto facilita que el niño, quien probablemente habrá construidoun discurso interno de responsabilidad única o principal en los conflictos, descongestione sus defensas y pueda, él también al escuchar otras versiones, aportar nuevos elementos que nos ayuden a entender mejor suvivencia de la situación.
Los padres de Sami, un niño de ocho años adoptado a los tres en un país africano tras haber perdido a su familia biológica, acudieron a consulta porque desde hacía meses la convivencia se había visto perturbada: apagar el televisor, lavarse los dientes, vestirse por las mañanas, salir de casa, ir a dormir, comer algo distinto…. Todo se había ido en motivo de batalla. Después de una primera entrevista con los padres en la que informaron de que a lo largo de esos años las cosas habían ido bien tanto en casa como en la escuela,y que la relación amorosa entre todos se había edificado sin mayores problemas, en los últimos seis meses la irritabilidad de Sami les sorprendía y agotaba. Viéndoles a los tres en el siguiente encuentro, comprobamos ese vínculo seguro y la relación de apertura y confianza entre ellos. Al hablar de la preocupación de los padres por verle sufrir en momentos de descontrol, Sami hizo gestos disuasorios cambiando de tema ymoviéndose por la sala. Sin insistir, propusimos dibujar, jugar un rato y con tranquilidad fuimos haciendo comentarios alrededor de esos conflictos cotidianos que nos llevaron a las últimas vacaciones navideñas, seis meses atrás. Estuvieron contando que habían pasado unos días tranquilos en la montaña, y Sami aludió a un incidente ocurrido en la casa vecina en la que alguien enfermó repentinamente, lo cual provocó que viniesen ambulancia y policía con sirenas y mucho movimiento desconcertante. Lo único que Sami explicó de esas agradables vacaciones fue que sus padres habían corrido nerviosos a socorrer a esa gente que se hallaba en peligro y que todo el mundo gritaba. Ese relato condujo a los padres a asociar con otras ocasiones en las que situaciones imprevistas habían provocado cambios de humor y alteración en Sami, y rememoraron los primeros tiempos de convivencia, cuando habían observado que cualquier pequeño cambio suscitaba nerviosismo, movimiento y escaladas de descontrol.
Más allá de establecer causalidades que sin suficiente información resultarían aquí banales, esa situación nos ofreció conocimiento sobre la sensibilidad al cambio y a las situaciones de estrés por parte de Sami. Ese niño (con un pasado lleno de situaciones desconcertantes y fuente de peligro) que había realizado un buen proceso de integración familiar y de construcción de vínculos afectivos, nos decía que en las capas más hondas de su confianza básica todavía no estaban fuertes sus mecanismos para hacer frente al miedo. Sin poder calibrar la importancia de esa circunstancia puntual, lo que se constataba era que seguía existiendo cierta labilidad emocional que le llevaba fácilmente a desestabilizar sus reales sentimientos de incondicionalidad en la relación. Interpretar las dificultades de conducta y la disminuida capacidad de tolerar frustraciones desde la inseguridad personal -la todavía no consolidada confianza incondicional en una vida segura- fue el núcleo de trabajo con la familia que permitió resituar en los padres aspectos importantes del mundo interno de su hijo ayudándoles a acercarse a esas capas más hondas en las que todavía había miedo a la pérdida.
La pérdida que representa la desaparición de una entera vida anterior no se asemeja a ninguna otra circunstancia. Es un corte quirúrgico que acaba con todos los referentes y que borra por completo cualquier atisbo de presencia de personas, lugares y cultura. Ese trauma llega en la mayor parte de ocasiones tras múltiples situaciones de cambio y de pérdidas, es decir que es vivido muy probablemente en condiciones personales de gran fragilidad. Los sentimientos de terror que ese cúmulo de experiencias habrá despertado impactan en el mundo emocional dejando huellas, a veces explícitas (niños que pueden contar recuerdos y emociones, o que los actúan ante situaciones que facilitan su interpretación), otras no tanto. Debemos saber, de todos modos, que esa zona sensible a la pérdida tarda años en reconstruirse, y que las capas profundas irán quedando procesualmente más firmes a lo largo de la vida si las cuidamos, es decir si les otorgamos el valor y la dimensión que tienen. Que no haya recuerdo explícito, que no se note que un día la vida hizo un giro copernicano, que en el día a día y con el tiempo lleguemos a olvidar que hubo un pasado en el que ocurrieron multitud de cosas que no sabemos, no significa que en la memoria implícita esas experiencias no dejasen rastro, ni que los cimientos de la personalidad se hayan construido sin verse en algún lugar afectados por esas experiencias.
En muchos casos la visibilidad de esas secuelas permanece durante años y obliga a crear recursos y hacer adaptaciones a largo plazo.
Organizadores externos y entornos terapéuticos
Poca tolerancia a la frustración es una descripción que ha ido calando en el vocabulario habitual de las familias. Más allá de los primeros tiempos tras la adopción de un hijo –tiempos en los que hace ya mucho las familias incorporaron el saber de que los cambios radicales que supone la adopción tras esas previas experiencias de maltrato, son esperables-, pasados los meses o años alerta la persistencia en la falta de control interno ante situaciones mínimas de límite o de contrariedad. Los mecanismos que cual resorte automático se ponen en marcha ante esas situaciones de la vida cotidiana (rabietas en bucle e imparables) informan de que, aun habiendo hecho un buen trecho en la evolución personal, la construcción de mecanismos internos de contenciónque debiera haber comenzado al nacer instaurándose progresivamente después a través de repetidas experiencias de contención externa, no está ni mucho menos consolidada. Las pequeñas frustraciones están asociadas a peligro porque en tiempos de inmadurez y de gran vulnerabilidad psicológica hubo reales peligros (la vida, carente de figuras auténticamente contenedoras en los contextos en los que cualquier niño que acaba siendo adoptado pasó sus primeros años, estuvo continuamente repleta de situaciones de adversidad que, lejos de contribuir a la construcción de una personalidad capaz de tolerar el malestar, afianzó mecanismos de defensa para soportar multitud de novedades e imprevistos cada día). La experiencia continuada de contacto con el dolor y el desasosiego desatendidos establece en el niño una base de fragilidad y de desconfianza en sí mismo y en el mundo que quedan instalados a lo largo de los años, a veces –y con matices- para siempre.
Muchos de los niños adoptados nacieron vulnerables como consecuencia de experiencias prenatales de alto riesgo (embarazos poco controlados y con niveles elevados de estrés materno, desnutrición, consumo de drogas…), y posteriormente no tuvieron la oportunidad de curar esa fragilidad sino que, bien al contrario, las circunstancias abundaron en la misma (pudieron ser prematuros y vivir en hospitales durante meses tras los cuales hubo largas institucionalizaciones, a veces en centros diferentes). La vida en institución, los cambios repentinos de contexto habitual y de referentes, la falta de figuras que conozcan al bebé en sus ritmos y en sus competencias particulares y que puedan responder de forma coherente a sus necesidades en el día a día, interfieren en el buen desarrollo mental. Esa experiencia de vida influyó en un desarrollo neurológico en el que, al no contar con las condiciones que favoreciesen las conexiones neuronales propias a cada ventana de oportunidad, la madurez cerebral tuvo lugar dejando zonas desabastecidas. Si bien sabemos que la plasticidad cerebral permite compensar disfunciones, incluso en la vida adulta, esa sostenida experiencia de inadecuación a las necesidades personales, a edades tan tempranas, dificulta la madurez de zonas cerebrales responsables del control de los impulsos y tiene efectos a corto, medio y largo plazo predisponiendo a una hipersensibilidad y a la permanente activación de signos de alerta. Es muy frecuente entonces la sintomatología de conductas externalizantes (impulsividad, hiperactividad, agresividad verbal y/o física, signos de ansiedad, falta de control ante pequeñas frustraciones…) que se mantienen en el tiempo desencadenándose ante situaciones mínimas o imperceptibles a los ojos de los demás, tanto en el medio familiar como escolar.
Los padres de Marc, un niño de seis años adoptado a los tres en un país de África, consultan tras haber realizado exploración neurológica en otro servicio -sin que se hayan detectado alteraciones- y después de recibir el diagnóstico de Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad. La sintomatología es de baja tolerancia a las frustraciones, rabietas, gritos, agresividad y descontrol ante pequeños y conocidos límites, movimiento continuo, poca capacidad para mantenerse en una misma actividad, reclamo constante de atención… De los antecedentes de Marc se sabe que vivió siempre en un orfanato, grande y con niños de diversas edades. No hay información sobre la madre biológica ni sobre su embarazo. Los padres relatan un buen proceso de vinculación a pesar de esas conductas de movimiento y descontrol que aunque no disminuyeron en intensidad sí lo hicieron en frecuencia y duración, siendo fluctuantes en la actualidad.
El aspecto físico de Marc es el de un niño sano. Desde el primer momento se mostró poco interesado en juguetes y en personas, esparciendo los objetos sin llegar a mirarlos; muy movido, con lenguaje precipitado y poco comprensible, entró y salió de la sala tolerando muy mal que los padres hablasen con la terapeuta; se ponía encima de ellos, saltaba por las sillas, rodaba por el suelo y gritaba. Se hicieron patentes las dificultades de los padres para contenerlo, aún cuando su actitud era de auténtica disponibilidad al tiempo que de firmeza.
Tras la primera visita decidimos realizar una exploración de varias sesiones (incluyendo una en el domicilio familiar y otra en la escuela) que nos permitiese observar con detalle en qué situaciones y contextos Marc se manejaba con mayor o menor dificultad, y entender el posible trasfondo de esas conductas. Pronto comprobamos que su umbral de contención era bajísimo y que su sensibilidad ante pequeños cambios o imprevistos era extrema. Únicamente cuando tenía a un adulto –conocido- a su entera disposición que se adaptase a sus ritmos en las actividades anticipando cada pequeño paso, disminuía la ansiedad.
El bebé necesita al adulto que haga función de reverie (Bion, 1965) haciendo progresivamente digeribles las ansiedades desbordantes vinculadas a sensaciones internas (hambre, sueño, dolor…) y externas (temperatura, ruidos, cambios de espacio…). En las instituciones masificadas difícilmente hay esa figura que conozca los umbrales de resistencia y de fragilidad de cada niño, y muy probablemente no existió quien calmase en los momentos oportunos, vinculase experiencias o anticipase acontecimientos acunando muchas de las funciones que en el futuro y a lo largo de la vida permiten anticipar, esperar, reconducir, reparar, confiar, reintentar. Sin esa constante función de ofrecer orden al caos, la construcción del mundo que ese bebé va implícitamente cimentando es el de un lugar deslavazado, sin sentido, impredecible y mayormente hostil. Sobre la base de esa falta de base segura, cualquier estímulo, por nimio que parezca, pone en marcha la necesidad de control y de vigilancia ansiosa directamente asociados a través de la memoria implícita a vivencias aterradoras del pasado, sin que haya la estructura psíquica (cuyos sustratos cerebrales no pudieron desarrollarse adecuadamente) que permita desactivarlas. Las respuestas de alerta (movimiento, impulso, agresión) son coherentes con lo que ocurrió en el pasado aunque el resorte que las haya activado sea del presente.
Este funcionamiento, que se repite en muchos niños adoptados y que se pone de manifiesto de formas distintas a edades diferentes, habiendo sido estructurado a lo largo de la primera infancia, es difícil de tratar atendiendo únicamente al niño. Desde nuestra experiencia, solamente cuando todos quienes están habitualmente en contacto con él lo comprenden, puede realizarse una auténtica labor reparadora acordando sistemas compensatorios, ejerciendo lo que hemos dado en llamar “entornos terapéuticos” a partir de “organizadores externos”; es decir, partiendo del conocimiento de la baja capacidad para realizar esas funciones mentales, acompañar en el día a día a lo largo del tiempo substituyéndolas desde fuera cual cerebro alternativo. Ello requiere la continua coordinación entre la familia, la escuela y los terapeutas, y cambios importantes en la vida familiar y escolar (Grau y Mora 2010; Mora, 2014).
En el caso de Marc realizamos un largo recorrido al principio del cual nuestra intervención se ciñó a ayudar a organizar ese marco funcional externo. Se trataba de que contase, el mayor tiempo del día posible, con un adulto al lado que le acompañase tanto en las actividades cotidianas como en las escolares, e ir disminuyendo esa función de organizador externo en la medida que fuésemos comprobando su mayor capacidad. Los padres incorporaron esa necesidad real de su hijo y fueron adaptando la cotidianidad (lo cual significó cambios importantes de horario laboral, mayor implicación de alguna abuela disponible, vacaciones repetidamente en el mismo lugar…), y en el ámbito escolar se dispusieron recursos para facilitar que Marc tuviese un apoyo en aquellas actividades menos mecánicas y que requerían mayor atención y abstracción (quien le pudiese hacer de hilo conductor en cada actividad y en los tránsitos entre una y otra); también en los tiempos de recreo y en las horas de la comida, cuando la libertad en la organización del tiempo requiere múltiples funciones simultáneas en la continua toma de pequeñas decisiones y en la improvisación (cooperación en el juego, alternancia en las relaciones, desencuentros y falta de acuerdos, momentos de soledad, situaciones imprevistas…), se procuró que hubiese alguien que hiciese de organizador externo.
Las huellas que los daños ambientales dejan en las estructuras cerebrales dependen en gran medida del momento en el que se infligieron esos daños, de su magnitud y de su prematuridad. Como es sabido, la negligencia extrema y el maltrato físico ocurridos al principio de la vida interfieren en el desarrollo neuro-psicológico e inciden en el andamio de la personalidad (Mesa-Gresa y Moya-Albiol, 2011; Nemeroff, 2004). Las heridas profundas del maltrato acarrean consecuencias a corto y a largo plazo siendo en algunas ocasiones daños irreparables. En los antecedentes de niños y adolescentes con sintomatología de trastornos graves solemos hallar o sospechar un principio de vida con mucho dolor. A veces vemos claros síntomas de Trastorno Reactivo del Apego (Rygaard, 2009), otras observamos signos que nos indican que las figuras de apego del pasado habrían imprimido esos modos de relación inseguros o desorganizados.
Los padres de Miguel, un niño de siete años adoptado a los cuatro en un país de América Latina, consultan por agresiones constantes de su hijo. Cuanto más próxima es la relación mayor la probabilidad de mordiscos y patadas. Los padres expresan saber que en el pasado de Miguel tuvieron lugar situaciones de maltrato físico y abusos sexuales, y relatan una relación muy difícil con su hijo desde el inicio de la convivencia. Sus dificultades en las relaciones, a veces con violencia, se expresan a través de conductas incomprensibles no respondiendo a patrón alguno; tan pronto se adhiere a ellos como les pega, puede estar disfrutando de una actividad y repentinamente romper los juguetes o cuanto tenga en mano, no atiende a razones y las experiencias repetidas parecen no servir para establecer unas pautas cotidianas que le ayuden a auto-regularse.
A veces el maltrato hace mella de tal modo que el daño, en términos neuro-psicológicos, puede ser irreparable habiendo afectado áreas de funcionamiento tan básicas que comprometen la capacidad de mentalización (Fonagy, 2004). Se potencia el funcionamiento disociativo quedando vulnerada la integración de los aspectos afectivos y cognitivos y como consecuencia la inteligencia emocional, la capacidad de empatía y la asertividad. Esa huida del dolor y del sufrimiento inhibe el desarrollo de la mentalización porque no hay espacio ni tiempo para ello siendo entonces sustituida esa función por conductas impulsivas y de hipervigilancia. Esa falla en la mentalización no permite interpretar ni predecir el comportamiento propio y ajeno impidiendo poner en marcha estrategias para auto-regularse ni confiar en la función contenedora del cuidador; su única salida es utilizar mecanismos defensivos muy primarios (escisión, proyección masiva, etc.) proyectando el miedo y la ira hacia el exterior (Allen, 2013).
Caso paradigmático de la trascendencia de las agresiones prematuras son los TEAF (Trastornos del Espectro Alcohólico Fetal, cuya versión más grave es el propio Síndrome Alcohólico Fetal). Aunque el efecto del alcohol en el feto depende de factores como la constitución de la madre, las etapas, la forma, el tipo y la cantidad de ingesta durante el embarazo, y de su combinación con otros factores de riesgo, desde hace años sabemos de sus consecuencias a nivel neuro-psicológico, y parte importante de las consultas que recibimos son de familias cuyos hijos e hijas presentan signos de TEAF (Grau, 2013; Landgren, Svensson, Strömland y Andersson Grönlund, 2010).
Aunque en el diagnóstico clínico del SAF se evalúa un conjunto de manifestaciones (englobadas en la tríada de elementos: retraso del crecimiento intrauterino y extrauterino, dismorfismo facial característico, y anomalías en el Sistema Nervioso Central) muy a menudo, siendo la afectación parcial, esas manifestaciones son poco nítidas y muy variadas. Al ser el espectro grande, el grado y modo de manifestación son muy variables en función del área cerebral afectada evidenciándose las alteraciones cognitivas y conductuales de forma distinta. El alcoholismo fetal impacta de forma definitiva en el individuo y, aunque podemos intervenir para intentar mitigar los síntomas y prevenir al máximo las discapacidades secundarias (dificultades adicionales que se derivan de no haber intervenido a tiempo y adecuadamente), sus efectos se mantienen de por vida.
Los síntomas de los TEAF coinciden frecuentemente con los de otros trastornos (TDA-H, TEA o Trastorno Reactivo de Apego) pudiendo llevar con frecuencia a confusión; es importante, pues, hacer exploraciones a fondo realizadas por especialistas para no caer en diagnósticos erróneos que condujesen a tratamientos inadecuados y desviasen los focos de intervención.
Los desórdenes se ponen de manifiesto en el ámbito familiar, escolar y social siendo la convivencia con esos niños desgastante porque su nivel de impulsividad puede ser alto, sus actuaciones imprevisibles y su reclamo constante. A nivel cognitivo, las personas con TEAF suelen presentar déficits en las funciones ejecutivas (autocontrol, inhibición, planificación, autorregulación verbal, tiempo de percepción, control motor, ordenamiento interno, memoria de trabajo y motivación) que revierten en una auténtica dificultad para programarse, organizar y planificar tareas incluso simples y rutinarias. Todo cuanto requiere abstracción es terreno de grandes dificultades (espacio, tiempo, dobles sentidos...), aspectos muy importantes a tener en cuenta en el ámbito académico pues justamente el camino, en la adquisición de aprendizajes, es progresivamente menos concreto requiriendo procesos mentales donde la abstracción y el simbolismo obligan al uso de funciones que, de forma transversal, permitan desarrollar habilidades para adquirir e integrar conocimientos. También, y por las mismas dificultades en el reconocimiento y adecuación situacional de referentes útiles, los niños con TEAF se manejan mal en el ámbito de las relaciones afectivas y sociales. A pesar de que inicialmente suelen parecer sociables (frecuentemente indiferenciados) tienen serias dificultades para llegar a establecer vínculos sólidos con los iguales. Su incapacidad para tolerar frustraciones, vacíos y esperas, junto a su dificultad para interpretar señales o códigos sociales, les hacen especialmente incompetentes en la puesta en marcha de funciones necesarias para mentalizar y empatizar.
Ivan es un muchacho de 17 años que fue adoptado en un país del Este de Europa cuando tenía cuatro. Cuando le conocimos, un año después, pesaba como un bebé de dos años, tenía serios problemas de movilidad, apenas hablaba, hacía estereotipias y a menudo su alteración alcanzaba grados muy elevados.
Hemos hecho un camino muy largo con la familia de Ivan. Inicialmente nuestro trabajo consistió en acompañar a los padres en la asunción de esos déficits situándolos en su vida de presente y de futuro inmediato. Ivan había empezado a ir a la escuela ordinaria, un curso por debajo de lo que le correspondía por edad cronológica, pero eran más que evidentes sus dificultades de contención en su día a día. Valoramos distintas posibilidades conjuntamente -también con la escuela- y decidimos adaptar al máximo el contexto escolar a sus necesidades, ofrecerle un ritmo lo más adecuado posible (durante unos meses asistió únicamente por las mañanas) y no añadir cambios. Paralelamente aconsejamos exploraciones a nivel neurológico y de integración sensorial, tras las cuales hizo un tratamiento que incidió muy positivamente en su motricidad y en su capacidad para controlar el espacio. Se inició un seguimiento neuro-pediátrico que sigue en curso y otros especialistas han ido interviniendo puntualmente (optometrista, endocrinólogo…). A los 10 años Ivan realizó un tratamiento individual de arteterapia que duró dos cursos escolares; por entonces, habiendo podido instaurar estabilidad en su cotidianidad, consideramos que era un buen momento para ofrecerle un contexto personal desde el cual poder contactar con los sentimientos de rabia y de dolor que los grandes esfuerzos que le supone cada minuto del día despiertan, y brindarle el marco en el cual poder expresarlos al lado de quien pudiese ayudarle a elaborarlos. (El arte permite comunicar emociones sin filtro y sin tener que echar mano de los códigos y las pautas que el lenguaje verbal requiere). Las dificultades de lenguaje de Ivan causan que su discurso sea corto y a menudo desordenado, le cuesta hilar ideas y, aunque sus progresos han sido en este terreno enormes, es patente su constante necesidad de detenerse y pensar cuando relata; pierde fácilmente la conexión entre una frase y otra y necesita tiempo y empeño para comunicar pensamientos, por triviales que estos sean. También a lo largo de estos años Ivan ha recibido –y sigue recibiendo- apoyo pedagógico fuera del tiempo escolar, para ayudarle a optimizar el uso de sus funciones ejecutivas.
A sus 17 años, Ivan cursa tercer grado de Enseñanza Secundaria Obligatoria ocupando una plaza de necesidades especiales en un centro ordinario. Todos los contenidos académicos están adaptados a sus posibilidades y su horario escolar incluye, substituyendo algunas clases, actividades alternativas que son de su agrado y en las que es especialmente exitoso. Mis encuentros con sus tutores siguen siendo periódicos a lo largo de los cursos y conjuntamente con su pedagoga vamos reprogramando las adaptaciones. Una o dos veces al mes Ivan acude a consulta y, gracias a la ya muy consolidada relación de confianza, habla cómodamente de sus inquietudes de presente y de futuro, reflexiona sobre las situaciones que le preocupan y, siempre que lo necesita, muestra la desazón que le invade de vez en cuando pudiendo, entonces, sentirse acompañado, acogido y contenido. Su gran afición por los grafiti le ha llevado a afianzar el contacto habitual con un grupo de jóvenes y, a pesar de sus obstáculos en el mantenimiento de relaciones de amistad, ha hallado en ellos un entorno contenedor y gratificante. Quedan frentes importantes: relaciones de pareja, formación profesional e inserción laboral… nuevos retos para este gran luchador. Su vida seguirá construyéndose a su medida porque él, a estas alturas, sabe ya mucho sobre sí mismo, sobre sus posibilidades y sobre sus limitaciones, y sabe cómo dejarse acompañar por quienes le conocemos bien.
Elaboración de duelos e integración de la identidad adoptiva
La evolución de Ivan hubiese sido imposible sin la absoluta entrega de una familia que, a pesar de no pretender ni haber imaginado ser padres de un niño con necesidades especiales, pudo hacer un auténtico proceso de duelo y transitar desde sus expectativas a la realidad. A lo largo de los años han pasado por etapas distintas y en algunas ellos mismos han recibido ayudas psicológicas. La mayor dificultad en nuestro trabajo es, en muchas ocasiones, hallar el equilibrio entre la franqueza y el aliento; poder ir acercando a los padres a las reales dificultades de su hijo en las dosis adecuadas a sus posibilidades para metabolizarlas, al tiempo que sostener los sentimientos de frustración y de desesperanza, y apoyar la búsqueda de recursos. En cada caso los tempos son distintos pero comprobamos que, aunque a veces sea largo, ese proceso de aceptación auténtica es imprescindible para que la evolución en positivo tenga posibilidades de viabilidad. Situar el lugar de partida con realismo permite poner en marcha los recursos convenientes a esas condiciones de partida y, desde ahí, cada pequeño logro empodera al conjunto familiar. Lamentablemente en ocasiones vemos procesos a la inversa, familias que no pudieron hacer ese proceso de duelo inicial y que han seguido batallando para conseguir que sus hijos alcanzasen metas imposibles; cuando consultan al cabo de los años, el desgaste por los repetidos fracasos y por la desazón es ya bien difícil de restaurar. En esos casos nuestra labor sigue siendo la de intentar traducir a los padres los crípticos y complicados comportamientos de los ya por entonces chicos y chicas al límite, procurando apedazar vínculos, restituir cierta calma al conjunto familiar, buscar recursos formativos y/o asistenciales, y ofrecer un espacio de contención de las angustias por un futuro bien incierto.
Los padres de Lorna, una muchacha de 18 años adoptada en un país asiático a los tres, acuden a nuestra consulta después de un larguísimo periplo. La chica, de quien sus padres dicen que fue una niña más bien retraída y poco comunicativa, arrastra una muy baja autoestima a causa de fracasos escolares y en las relaciones. Cuando conocemos a los padres la situación familiar sufre vaivenes importantes: la muchacha entra y sale del domicilio, pasa días fuera sin que sus padres sepan de ella, consume drogas, roba y se “lía” con cualquiera. Abandonó los estudios hace tiempo y, aunque ha intentado empezar actividades formativas y laborales, siempre acaba desistiendo.
Poco podemos hacer en casos como este más que procurar devolver a los padres el dolor que se esconde tras la necesidad de actuar permanentemente ahuyentando los terrores que deben atenazar a su hija, e intentar activar algún recurso social para cuando sea posible acceder a ella (Servicios sociales de barrio, hospital de día…).
Pensar el propio abandono causa un dolor a veces insoportable. Las personas adoptadas suelen pasar por etapas en las que el pasado remoto y el inicio de vida adquieren especial relevancia y, en algunas ocasiones, cuando no se pudo contactar con esos sentimientos de soledad y de vacío por intuirse demasiado desgarradores, el peso del abandono se convierte en losa y los mecanismos de defensa para disociarlos, evitarlos o negarlos suben de tono en la adolescencia de tal modo que llevan a actuaciones extremas; la sexualidad, las drogas o las conductas límite/delincuenciales actúan entonces como “calmante” de las ansiedades poniendo en serio riesgo a la persona. Afortunadamente, en la mayoría de los casos, cuando las estructuras cognitivas están preservadas y cuando tras la adopción hubo una infancia habitada por vínculos afectivos consistentes no concurriendo otros factores de riesgo, con la maduración neuro-psicológica y la firmeza de esos vínculos parentales esas tendencias pueden reconducirse (Grau y Mora, 2013).
Elaborar el pasado remoto de abandono requiere fortaleza personal.
Marta, una mujer de 25 años adoptada a los dos años en un país del Este de Europa, solicita consultaporque se siente desorientada en su vida personal y profesional, e intuye que esa desorientación tienerelación con el hecho de ser adoptada. Marta es enfermera y trabaja en un servicio pediátrico, y ya en laprimera entrevista dice que su trabajo con los niños le remueve su infancia lo cual la confunde cuestionando su profesión.
A lo largo de su psicoterapia individual, Marta hizo un auténtico viaje hacia sus orígenes. Inició el tratamiento sin saber a dónde iba: su relación de pareja, el trabajo, la convivencia con su familia… Todo estaba impregnado de incertidumbre, se sentía insegura y no encontraba su lugar. Hizo un proceso terapéutico que la fue llevando a sentimientos muy profundos de soledad, la que le suponía haber sido abandonada yconceptuarse como “no querida”. Los niños de su trabajo le devolvían la fragilidad que en sí misma había encapsulado y que ahora se le presentaba corpórea. El enorme vacío de sus inicios de vida ocupó granparte de nuestros comienzos pero pronto, al contactar con su tristeza, con la rabia y el desconsuelo quele causaba haber sido rechazada como hija, al poder poner palabras a esos sentimientos y cuidar mentalmente de ese bebé desprotegido que ella misma había sido dedicándole tiempo y amparo, Marta inició unproceso elaborativo que la condujo a hacer las paces con quienes antes vivía como monstruos. Permitirse ver sus fragilidades la acercó a las de los demás, también a las que quizá sufrieron quienes no pudieroncuidarla. La psicoterapia fue el espacio donde pudo retirar los mecanismos defensivos que anteriormentele impedían conectar con el miedo al dolor, y al tocar emocionalmente esa parte de su vida y poder hacersecargo de cuanto le despertaba, se sintió más completa y reforzada.
La magnitud que adquiere cuanto concierne a los orígenes es variable en las personas adoptadas, surgede maneras distintas, más verbales o más conductuales, en tiempos de infancia o más adelante, con mayorvirulencia o con relativa tranquilidad, pudiendo ser sus esencias elaboradas más pronto o más tarde.
Los padres de Nadia, una muchacha de 16 años adoptada en un país asiático a los 14 meses, consultanporque ven sufrir a su hija. La describen como una niña obediente, adaptada a las exigencias y muy perfeccionista. Les preocupa que cualquier reto le suponga el alto grado de ansiedad que ellos califican de obsesión.
Nadia es la hija menor y sus dos hermanos mayores son hijos biológicos de sus padres. Tras algunos encuentros con Nadia y con sus padres durante los cuales Nadia expresó su voluntad de disponer de un espacio propio y privado, acordamos iniciar una psicoterapia individual que, desde sus comienzos, se centró en la diferencia. Nadia traía el malestar que le originaban sus rasgos físicos queevidenciaban su procedencia biológica y la obligaban a dar permanentes explicaciones sobre su condición de adoptada. Vivía la diferencia en negativo porque esa diferencia estaba directamente asociada a una circunstancia connotada de malas experiencias: el abandono y la pérdida. A pesar de haber crecido en una familia en la que se trataba el tema de la adopción con normalidad, Nadia había evitado hablar de ellodiciendo que ese tema no le importaba/interesaba. Esa “falta de interés” se revirtió en la terapia desde elprimer día convirtiendo ese espacio semanal en un monográfico: rechazo, vergüenza, inseguridad, miedo a un nuevo abandono… y gran necesidad de ser perfecta para mantener el listón bien alto. Detrás de ese empeño estaba el temor a no cumplir unas expectativas que ella creía en los demás sobre sí misma, y el miedo a no ser querida si eso sucedía.
¿Qué es ser diferente? Para los niños adoptados de otras razas la diferencia es con frecuencia motivo deconflicto; a menudo refieren comentarios e insultos que muy habitualmente pasan desapercibidos a susadultos, infligiendo fisuras en su sociabilidad. En la adolescencia no es raro que se en en grupos degente que sienten cercana de piel, expresando ellos mismos que son “su” gente. Sin embargo, ahondandoen el tema en el espacio terapéutico, reconocen su desorientación al respecto (no me siento ni de aquí ni de allá) y salen con facilidad las heridas de esos comentarios, insultos y miradas recibidos en la infancia. Estacuestión debería ser de especial relevancia en el ámbito escolar, donde habría que incidir en la integración delas diferencias desde los currículos generales y con una auténtica implicación en la dinámica de los centros.
La inseguridad personal y el temor a la falta de incondicionalidad en la relación paterno-filial aparecende una u otra forma en las personas adoptadas. Saber de la existencia de esos temores y de sus distintasderivadas es muy útil a los padres para que ellos, desde esa sensibilidad al tema, capten los signos que lespuedan indicar de qué modo sus hijos e hijas están gestionando la elaboración de los distintos aspectos quecomporta ser familia adoptiva. Esa sensibilidad puede trabajarse en familia, individualmente y en ocasionesen sesiones grupales. Los grupos de padres funcionan especialmente bien para tratar circunstancias comunes, tanto en lo relativo a la importancia que a lo largo de la vida de sus hijos tiene el saberse adoptado, como en los procesos de crianza con realidades familiares complejas (hijos con déficits importantes, monoparentalidad, familias cuyos hijos fueron adoptados mayores y que venían ya con un background personal y cultural…), constituyendo un espacio que, al comprobar en los demás problemáticas similares a la propia, facilita relativizar y disminuir ansiedades promoviendo nuevos recursos. El trabajo en coro tiene ademásla particularidad de que, siendo varias mentes que funcionan al unísono en una misma órbita de intereses, hace más probable que en algún momento surjan los aspectos importantes y puedan ser recogidos por quienconduce el grupo devolviéndolos al conjunto desde su esencialidad. De este modo, el grupo va haciendo unproceso de avance, profundización y crecimiento que ayuda a cada uno de sus miembros a reinterpretar supropia realidad.
En un grupo de niños con grupo paralelo de padres (mientras los niños realizaban sus sesiones grupales en una sala y con su terapeuta, los padres se reunían en otra sala con otro terapeuta), después de algunas sesiones de trabajo durante las cuales cada grupo había hecho su proceso, en una sesión surgió entre los niños el tema de los embarazos y se habló de genética, de los parecidos familiares y, finalmente, del corteque representa la adopción. Ese mismo día, en el grupo de padres, la sesión pivotó alrededor de la cuestiónde que el tema “adopción” no era relevante para ninguno de sus hijos y que no solían hablarlo en casa debido a esa falta de interés; acabaron la sesión preguntándose qué debía suceder que ese tema estaba silenciado. A la siguiente sesión los padres manifestaron que, extrañamente, sin que ellos hubiesen hecho gesto alguno, todos los niños se habían acercado al tema de maneras distintas (les habían visto mirando fotos del viaje de recogida, habían hecho algún dibujo de una mujer embarazada…) lo cual había facilitado que espontáneamente se hablase de la adopción.
Probablemente habían sucedido dos cosas en paralelo: los niños, en el trabajo grupal, habían exploradoese tema que por razones diversas interpretaban sin lugar en casa, y los padres, más sensibles a la cuestión después de la sesión anterior, habían captado gestos en casa que tal vez anteriormente les hubiesen pasado desapercibidos.
Conclusiones
La experiencia de trabajo en post-adopción nos indica que la asistencia en este ámbito debería reunir conocimiento amplio y profundo de las posibles consecuencias de una primera infancia en riesgo, capacidad decontactar con la soledad que a menudo invade a las personas cuya biografía atesora vacíos en los que nadie puede hacer de memoria, y dosis de creatividad para diseñar recursos terapéuticos indicados a cada situación familiar y personal.
Desde el año 1997 hemos atendido a más de mil quinientas familias, a algunas las conocemos desde antesde que fuesen padres (cuando a finales de los 90 realizábamos estudios de formación y valoración de solicitantes de adopción) habiendo sido el contacto después periódico. Hemos acompañado, de más lejos o más cerca, multitud de recorridos familiares y hemos asistido a cambios importantes en su devenir. Veinte años es un tramo largo en la vida de una familia durante el cual hay acontecimientos de todo tipo, por lo que hasido habitual que en algunas etapas se reactivas en dificultades personales y familiares que motivas en nuevas demandas. El hecho de que hubiese conocimiento mutuo y confianza previa facilitó la premura en la puesta en marcha de nuevos recursos terapéuticos; y a esto último contribuyó también la red de especialistas afianzada gracias al conocimiento mutuo que ofrece los años de colaboración y que hizo más ágil la toma de decisiones en momentos diferentes.
Una vez más constatamos que las primeras experiencias de vida condicionan pero no determinan. En nuestratarea asistencial comprobamos cotidianamente los efectos de las adversidades durante esos primeros años en eldesarrollo neuro-psicológico, pero se nos hace también clara la influencia de los factores reparadores en la capacidad del entorno post-adoptivo para adaptar-se a las necesidades del niño y potenciar ese desarrollo, de entraday en cada etapa posterior. Para ello, como hemos visto, es primordial acertar en el punto de partida y avanzardesde ahí; eso requiere tener acceso a las dificultades en sus inicios, hacer buenas exploraciones que contemplentodos los factores para identificar recursos y limitaciones, y trabajo continuado con familia y escuela.
La adopción existe porque previamente hubo pérdidas, y comporta vacíos. Para que pueda tener lugar la elaboración de ese primer pasado es importante que el niño crezca en una cultura familiar en la que el dolortenga cabida. Compartir las situaciones difíciles perdiéndole el miedo a los sentimientos demuestra que elsufrimiento se puede superar, y fortalece emocionalmente abonando el terreno para la elaboración de duelos. Buena parte de nuestras intervenciones consiste en rescatar la capacidad de los padres para hacerse cargo, ellos mismos, de los sentimientos que les despierta ese pasado; cuando ellos lo incorporan, sus hijos están en mejores condiciones para hacer ese proceso elaborador. En el presente nos hallamos en la entrada a la vidaadulta de esos niños, esperamos que el trabajo que pudimos realizar con las familias durante todos estos años haya contribuido a unas mejores condiciones de vida.
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Correspondencia
La correspondencia sobre este artículo debe enviarse a la autora a la Associació CRIA, FAMÍLIA I ADOPCIÓ. Carrer Balmes 92, 4rt-1ª B. 08008 Barcelona. E-mail: egrau@criafamilia.org