Número 3 Vol. 13 2022 - Número monográfico: Tras la práctica clínica


Práctica clínica
Clinical Practice
Peligro y circularidad en las relaciones diádicas tempranas: un estudio de caso

Danger and circularity in early dyadic relationships: a case study

Carlos Pitillas Salvá,a

Universidad Pontificia Comillas de Madrid, España

Recibido a 6 de Septiembre de 2022, Aceptado a 13 de Octubre de 2022

Resumen

Este trabajo describe algunos procesos implicados en las dinámicas de inseguridad y trauma dentro de las relaciones tempranas padres-hijos, y explora la configuración recursiva o circular de dichos fenómenos, mediante el análisis de un caso de conflicto diádico madre-hijo. El trabajo se apoya sobre propuestas procedentes de la teoría del apego, los estudios sobre el trauma y su transmisión intergeneracional, la mentalización parental, las terapias padres-hijos y los programas de intervención centrada en el vínculo. El modelo articula la relación entre las necesidades y señales afectivas del niño, los cuadros de reexperimentación sufridos por los padres traumatizados, las distorsiones en la mentalización parental, las tendencias defensivas de los padres y las adaptaciones relacionales desarrolladas por los niños, entre otros elementos. Estos componentes se organizan en un mapa de formulación de caso, que es aplicado al caso descrito. Se discute una breve viñeta de intervención relacionada con el modelo previamente presentado.

Abstract

This paper describes certain processes involved in the dynamics of insecurity and trauma within early parent-child relationships and explores the recursive or circular configuration of these phenomena, through the analysis of a case of mother-child dyadic conflict. The work is based on proposals derived from attachment theory, studies on the intergenerational transmission of trauma, parental mentalization, parent-child therapies and attachment-focused intervention programs. The model articulates the relationship between the affective needs and signals of the child, re-experiencing patterns suffered by traumatized parents, distortions in parental mentalization, defensive tendencies of the parents and the relational adaptations developed by the children, among other elements. These components are organized into a case formulation map, which is applied to the case described. A brief intervention vignette related to the previously presented model is discussed.


Palabras clave

apego, trauma, mentalización, relaciones padres-hijos, terapia

Keywords

attachment, trauma, mentalization, parent-child relationships, therapy


Páginas Artículo e20

DOI https://doi.org/10.5093/cc2022a16

PDF 1989_9912_cc_13_3_e20.pdf

EPUB 1989_9912_cc_13_3_e20epub.epub

Contenido

Introducción

El presente trabajo tiene como objetivo ilustrar, mediante el análisis de un material clínico real, un modelo de formulación de caso centrado en el vínculo afectivo temprano entre padres y niños, con un especial foco en las dinámicas de inseguridad respecto al apego y en los procesos de la transmisión intergeneracional del trauma (Pitillas, 2021). Dicho modelo recoge y articula una serie de procesos y factores implicados en la distorsión de las dinámicas relacionales padres-hijos al comienzo de la vida y señala posibles focos para la intervención. El abordaje que se expone aquí se apoya en una serie de tradiciones, todas ellas interesadas por el desarrollo normal y la psicopatología de las relaciones de apego al comienzo de la vida. Asimismo, el modelo se apoya en una serie de abordajes preventivos y terapéuticos que tienen una naturaleza genuinamente vincular, es decir, que consideran la relación entre el niño y sus cuidadores como el foco del tratamiento (Baradon, 2016). Entre estas tradiciones destacan: la terapia padres-hijos (Baradon et al., 2016; Barlow et al., 2016; Fonagy et al., 2016; Lieberman y Van Horn, 2018; Stern, 1995), el paradigma de la mentalización y su aplicación a la parentalidad (Berthelot et al., 2015; Grienenberger et al., 2005; Lo y Wong, 2020; Oppemheim y Koren-Karie, 2009; Slade, 2005, 2007) o los programas de intervención centrada en el vínculo (Berlin et al., 2016; Dozier et al., 2014; Gregory et al., 2020; Letourneau et al., 2015; Powell et al., 2019).

Además de entender a la relación como foco del trabajo terapéutico, los modelos clínicos ligados a estas tradiciones se caracterizan por algunos rasgos comunes: 1. Por lo general, tienen una importante vocación de protección infantil (frente a los riesgos del trauma), lo que las convierte en intervenciones focales y, generalmente, de tiempo limitado; 2. Frecuentemente trabajan con familias en condiciones de exclusión social o en contextos de interculturalidad, lo que hace que empleen métodos y técnicas activas y relativamente independientes del lenguaje (tales como el videofeedback); 3. En relación con lo anterior, son intervenciones que habitualmente equilibran el foco en la dimensión interna (o representacional) de la crianza con su dimensión interactiva, lo que hace que muchos tratamientos no solo pongan su atención en lo que el niño y sus cuidadores piensan o sienten, sino también en lo que hacen, en un nivel conductual y muchas veces en la escala de los microsucesos de la interacción (véase Stern, 1995); 4. Trabajan desde la noción de que, para los padres, el significado de la crianza se relaciona muy fundamentalmente con sus propias historias relacionales; esto confiere a muchas de las interacciones padres-hijos una lógica de reedición (se reactivan formas específicas de sentir, se reviven miedos o dolores no resueltos, se ponen en marcha defensas frente a peligros ligados a la historia de apego del cuidador, etc.).

A lo largo del artículo, se presentarán algunos aspectos relevantes del caso de Luisa y Santi, una díada madre-hijo afectada por altos niveles de inseguridad en la interacción y una serie de problemas de comportamiento y adaptación en el niño, además de expuesta a importantes factores de riesgo psicosocial. Posteriormente, se presentarán los aspectos básicos del citado modelo de formulación de caso y se aplicarán a la lectura de las dificultades relacionales de Luisa y Santi. Se describirán a continuación una serie de claves de la intervención centrada en el vínculo que se administró con esta díada. Finalmente, se resumirán algunas de las implicaciones principales de este artículo.

Luisa y Santi1

Luisa (43 años) y su hijo Santi (5 años) son remitidos a un programa breve de intervención familiar para la mejora de los vínculos padres-hijos (Pitillas y Berástegui, 2018). Ambos viven en la casa de la madre de Luisa, desde que esta se separó del padre del niño (cinco meses antes de la intervención). Pertenecen a un barrio madrileño caracterizado por altos niveles de exclusión social, paro y precariedad económica. Luisa ha desempeñado varios trabajos temporales en los últimos años, y en la actualidad trabaja como cajera de supermercado, lejos de casa, en un horario (de tarde) que apenas le permite ver a su niño. Los cuidados y educación de Santi son una tarea repartida entre Luisa y su madre.

Luisa y Santi acuden a la intervención por la preocupación de los profesores del niño, sumada a la propia iniciativa de Luisa en pedir ayuda. Los profesores describen a Santi como un niño cuya actitud social alterna entre el aislamiento y la irritabilidad. Por momentos, Santi se mantiene alejado de compañeros y profesoras, y ensimismado. Alternativamente, trata de jugar con otros niños de su edad, frecuentemente de un modo torpe, intrusivo y brusco. Cuando los compañeros de juego se alejan de él o lo frustran, Santi suele desplegar respuestas agresivas. Santi ha pegado y mordido a algunos compañeros y, en ocasiones, también ha gritado o insultado a profesores. Los arrebatos de agresividad de Santi suelen conducir, posteriormente, a estados de tono depresivo-culposo y, finalmente, a una vuelta al ensimismamiento y la ausencia de interacción.

En el ámbito doméstico, Luisa describe un patrón interactivo semejante. La alternancia entre el negativismo de Santi, sus tormentas afectivas y los cuadros “infantiles” (así los cataloga Luisa) de culpa o demanda de cuidados, generan una gran preocupación en la madre y una a actitud crítica en la abuela (quien subraya su falta de adaptación y anticipa mayores problemas en el futuro).

Los contactos entre Santi y su padre (Juan) son imprevistos. No existe, a día de hoy, una previsión de estancias regulares de Santi en casa de Juan. Estas se organizan de forma relativamente improvisada (en función de la disponibilidad de Juan) y sin que Santi participe de estas decisiones o sea informado de ellas con anticipación. Cuando Santi se reúne con su madre y su abuela, al finalizar estas visitas, sus manifestaciones de enfado y oposicionismo son especialmente intensas.

El material clínico que se presenta a continuación proviene de tres fuentes.

Por un lado, se transcriben extractos de la narrativa de Luisa acerca del niño, de sí misma como madre y de la relación con él. Esta narrativa se obtiene mediante una Entrevista de Relación (Pitillas y Berástegui, 2018). Este es un procedimiento específicamente diseñado para estimular en los cuidadores el recuerdo de episodios de interacción específicos, así como la reflexión acerca de los estados internos del niño y la madre (y del efecto de dichos estados sobre la conducta) durante dichos episodios. La entrevista pretende darnos acceso al mundo interno del cuidador, en lo que concierne a su capacidad de interpretar la conducta en términos de estados mentales (es decir, la mentalización o función reflexiva parental), así como en lo que toca a los miedos, expectativas y atribuciones parentales, los aspectos de la historia relacional del cuidador que inciden sobre el vínculo actual, o sus tendencias defensivas en la interacción con el hijo.

Otra parte del material procede de la grabación de un procedimiento de evaluación de la interacción padres-hijos adaptado de la Situación Extraña (Ainsworth et al., 1978). Este procedimiento somete a las díadas cuidador-niño a diversas formas de estrés (enfrentarse a un espacio nuevo y organizar una dinámica de juego con materiales desconocidos, “convivir” en la habitación con un adulto extraño, separarse y reunirse, etc.). Asimismo, se transcriben y analizan algunas interacciones niño-cuidador que tienen lugar en casa, y que son referidas por Luisa durante la entrevista. La grabación de interacciones cuidador-niño (así como la referencia a episodios domésticos, no grabados) nos permite realizar valoraciones precisas de estas dinámicas interactivas, prestando atención a la dimensión no verbal y microscópica de las mismas. Los patrones de señal y respuesta que observamos en estos vídeos son una manifestación primordial y muy directa de las representaciones que tanto el niño como la madre tienen del vínculo afectivo entre ambos (Stern, 1995).

Ambas dimensiones (la interactiva y la representacional o ligada a la mentalización) son caras de una misma moneda o procesos sinérgicos que dan forma al vínculo afectivo temprano y condicionan su nivel de seguridad.

En la entrevista, Luisa dice estar preocupada por el patrón general de “mal comportamiento, estallidos y rebeldía” de Santi, su “incapacidad para estar quieto”, que suele provocar respuestas coercitivas (límites, amenazas y castigos) por parte del entorno, lo que a su vez tiende a incrementar las respuestas dramáticas de Santi. Frente a la frustración, Santi incurre en manifestaciones de ira muy intensa con su madre, lo que alterna con la aparición de demandas afectivas fuertes y poco focalizadas (el niño se tira al suelo, llora, pide consuelo de forma inespecífica: “por favor, por favor…”). Este patrón oscilante coincide con la descripción clásica del patrón de apego ambivalente-resistente (Ainsworth et al., 1978), donde el niño manifiesta un conflicto no resuelto entre la rabia y el desamparo, lo cual condiciona oscilaciones conductuales como las que se han descrito. Luisa se ha encontrado a sí misma abdicando de su rol parental, apartándose o entrando en estados de parálisis cuando el malestar en la interacción aumenta mucho. La consecuencia de esto ha sido, frecuentemente, la aparición en Santi de conductas contradictorias o incluso de cuadros de parálisis semejantes a los de la madre. Esto hace pensar que, bajo el efecto de un estrés relacional en aumento, el patrón ambivalente-resistente de Santi puede evolucionar hacia la desorganización o la disociación (Reijman et al., 2018; véase Serván, en prensa, para una revisión acerca sobre la desorganización de los patrones de apego).

La dinámica ambivalente y oscilante que acaba de ser descrita para las interacciones domésticas (y, con menos intensidad, las que se dan en el ámbito escolar) tiene su correlato en algunos momentos significativos de la interacción grabada en vídeo. En un momento en el que Santi está tratando de armar una construcción con bloques, se frustra y, frente a los intentos de su madre por guiarlo, responde diciéndole: “¡Déjame a mí! ¡Fuera!”. En momentos posteriores, observamos a Santi adoptar un tono afectivo más quejoso y una demanda de que Luisa esté atenta a cada pequeño incremento en su juego. Cabe destacar que, antes y durante estas secuencias ambivalentes, Luisa se aproxima a Santi con un tono que a su vez es deferencial y ansioso, en una especie de intento prematuro de prevenir la frustración y la agresividad del niño, o de apaciguar estas respuestas cuando tienen lugar. Tal y como se desarrollará en la formulación de caso, esta tendencia a la inversión de roles puede alimentar (en combinación con otros factores) la circularidad de las interacciones inseguras en la díada.

En todos los casos, estas interacciones conflictivas alcanzan niveles de tensión muy elevados. La confusión y la frustración de Santi aumentan, con lo que se produce una intensificación de sus señales: Santi expulsa a la madre de su lado con gritos (“¡Te odio!”) o agresiones físicas, se desborda afectivamente o, como se ha dicho más arriba, entra en estados puntuales de disociación, durante los que “se queda callado, no dice ni expresa nada”.

Cuando en la entrevista se le pregunta a Luisa acerca de su interpretación de las conductas perturbadoras de Santi, encontramos, de nuevo, una oscilación. Luisa afirma tener la sensación de ser “engañada” o “chantajeada” por Santi: “Se enrabieta porque no le das lo que quieres”. Alternativamente, Luisa atribuye a Santi una gran fragilidad: “Tiene muchos miedos”. A estas atribuciones se añade en ocasiones una interpretación condicionada por su situación conyugal: “Pienso que las rabietas Santi las ha aprendido de su padre”.

En lo que concierne a sus autorepresentaciones, Luisa dice verse a sí misma como una madre que “falla mucho”, “sin control”, “confundida”. Se advierte en ella un ánimo depresivo generalizado, agravado por una narrativa de sí misma atravesada por las atribuciones de inadecuación y fracaso: “Sientes que no lo haces bien”, “Te entran ganas de tirar la toalla”, “Pienso que estoy estropeándole la vida y estropeando la mía, que nada me sale bien”. Luisa da muestras de una ambivalencia entre el deseo de proteger a su hijo y la rabia ante la sensación de que este le impide hacer bien su trabajo como madre.

Luisa fue criada en un marco educativo muy conservador, basado en la imposición agresiva de las normas y en la ausencia de estimulación afectiva: “Eran otros tiempos, las cosas se hacían de otra manera: si hacías algo que a tus padres no les gustaba, ya sabías lo que te iba a venir encima”; “[En momentos de malestar o necesidad] te las tenías que apañar tú sola; no creo que ellos supieran nunca lo que a mí me pasaba”. En su historia es central un sentimiento de desamparo y de cierta incapacidad para provocar respuestas contenedoras del entorno frente a sus estados de dolor o sus necesidades de apego. A su vez, Luisa recuerda haber sido criada bajo una exigencia elevada y una tendencia muy acusada hacia la crítica. En sus palabras: “Esperaban mucho de mí, no les podía fallar”. Desde que era niña, Luisa recuerda haberse esmerado en ser una niña cumplidora, no dar disgustos ni llamar la atención de sus padres. Este patrón adaptativo recuerda a las estrategias de control mediante los cuidados (Lyons-Ruth y Jacobvitz, 2016) o las estrategias compulsivas de reorganización propuestas por Crittenden (2016) (más detalles sobre estos conceptos en adelante).

Formulación de caso

El análisis que se desarrolla a continuación se enmarca en un modelo, publicado recientemente, acerca de las dinámicas de inseguridad y la transmisión intergeneracional del trauma en el ámbito de las relaciones tempranas (Pitillas, 2021). Además de describir los procesos involucrados en la inseguridad, el modelo explora la capacidad de estos procesos de retroalimentarse y configurar estructuras recursivas de malestar en la relación (ver Figura 1). En este mapa circular, los fallos relacionales conducen de vuelta al punto de partida, con niveles crecientes de inseguridad que pueden llegar a lo traumático. El modelo pretende ser útil para la formulación de caso en el ámbito de la intervención con familias y niños, así como para la selección de los “puertos de entrada” (Stern, 1995) más aptos para la intervención familiar.

Figura 1

Un mapa circular de la inseguridad y el trauma en las relaciones padres-hijos (Nota: los cuadros de fondo blanco corresponden al niño; los cuadros de fondo gris corresponden al cuidador)

El mapa incluye cinco elementos nucleares de las interacciones inseguras, y una consideración de las adaptaciones del niño a la inseguridad. A continuación, se presenta cada uno de estos elementos y se aplica a la comprensión de algunos aspectos del material de caso descrito más arriba.

La conducta como señal

Las conductas del niño en el marco de la relación con sus cuidadores pueden comprenderse como manifestaciones de uno de los dos sistemas motivacionales que tienen especial relevancia en la vida socioafectiva del niño pequeño: el apego y la exploración (Cassidy, 2016). El sistema de apego busca la proximidad (física y/o psicológica) del cuidador para obtener consuelo y regulación frente al malestar, protección frente al peligro, estimulación afectiva o una experiencia de conexión intersubjetiva (Stern, 2005), entre otros. El sistema de exploración busca obtener estimulación externa, entrar en relación con nuevas personas y objetos, probar habilidades nuevas, separarse y diferenciarse, entre otros.

Las conductas infantiles no están distribuidas a priori en estas dos categorías. Es el lugar que la conducta ocupa en la secuencia interactiva (Sroufe y Waters, 1977) lo que nos permite descifrar a cuál de los sistemas motivacionales pertenece. Por ejemplo, un niño que levanta los brazos para ser tomado por el padre puede estar señalizando su necesidad de regulación frente a una emoción difícil (sistema de apego), o su deseo de ser puesto en alto para ver mejor el entorno o acercarse más a un objeto atractivo (sistema de exploración). El adolescente que irrumpe en un estallido de combatividad puede estar señalizando su deseo de tener una identidad diferenciada de la de sus padres (exploración), o un estado de activación afectiva que no sabe procesar o regular por sí mismo (apego). El temperamento y otros condicionantes de tipo biológico-médico pueden condicionar el formato, la intensidad o el umbral de activación de las conductas infanto-juveniles, así como la susceptibilidad del niño a las respuestas del entorno (Vaughn y Bost, 2016).

Es importante aclarar también que la conducta del niño no siempre es una señal “limpia” de lo que el niño siente o necesita. Algunos comportamientos, lejos de expresar directa y claramente una necesidad afectiva, pueden funcionar como estrategias del niño para evitar el malestar o maximizar el control en el contexto de una relación insegura (Crittenden, 2016; Powell et al., 2019). Este carácter defensivo convierte a la conducta infantil en una potencial señal paradójica, un mensaje relacional engañoso capaz de estimular respuestas del entorno generadoras de mayor inseguridad. Por ejemplo, un conjunto de conductas ansiosas y dependientes, lejos de manifestar una necesidad de apego genuina por parte del niño, podrían servir al objetivo de reducir la tensión interactiva con una madre que, repetidamente, se ha mostrado intolerante a la separación emocional del hijo. Se trata de conductas que engañan al entorno (y, a medio plazo, al propio niño) acerca de lo que el niño necesita. Para este ejemplo, conductas así podrían estimular una “hipertrofia” de los cuidados que se le dispensan al niño, lo que contribuiría a niveles mayores de malestar relacional.

Más adelante, se desarrollan algunas consideraciones específicas acerca del carácter defensivo/estratégico de las conductas infantiles y de su lugar en este mapa. Adelantamos, sin embargo, esta cuestión por su pertinencia a la hora de formular el caso en este punto. Las expresiones emocionales intensas de Santi, su dificultad para estar quieto o sus accesos de agresividad pueden estar funcionando como señales (paradójicas y confusas) de su necesidad de ser regulado afectivamente. Santi se halla en un importante estado de confusión, provocada en parte por la separación de sus padres y la inestabilidad familiar. A esto se le se suma la probable experiencia repetida de estados de “activación emocional sin mitigación” (Reisz et al., 2018), en el marco de una atmósfera doméstica poco predecible y de las interacciones con una madre cuyo estado afectivo es oscilante. Muchas de las conductas problemáticas descritas por Luisa en la entrevista, por lo tanto, pueden entenderse como señales de apego que piden una respuesta protectora y reguladora por parte de sus figuras de cuidado.

La reexperimentación de daños relacionales en el cuidador

Algunas conductas del niño pueden reactivar aspectos dolorosos no resueltos del pasado relacional de los padres (Baradon, 2016; Fraiberg et al., 1975; Hesse y Main, 1999; Seligman, 2017; Siegel, 1999). Dicha reactivación traumática podría limitar la capacidad del cuidador para mantener su propia regulación emocional y para sintonizar con las necesidades del hijo en el curso de algunas interacciones emocionalmente significativas. La literatura apunta a que las expresiones atemorizantes/atemorizadas (Main y Hesse, 1990) o la comunicación emocional perturbada (Lyons-Ruth y Jacobvitz 2016) de la madre pueden responder a

“[s]us propios miedos no resueltos respecto a la intimidad, y los miedos de ser retraumatizada por el malestar del bebé, [el cual] puede ser tan desbordante y aterrador para la madre […] que ésta repite aspectos de sus propios sentimientos infantiles […]” (Beebe y Lachman, 2014, pp. 120-121).

En una línea semejante, Siegel (1999) analiza la influencia de las experiencias de maltrato sufridas por un padre sobre la percepción que este tiene de las interacciones conflictivas entre él y su hija:

“La irritación de la hija (también una respuesta infantil normal) era sentida por él como un rechazo, y activaba patrones de cambio abrupto en su estado mental […]. Para el padre, estas asociaciones incluían la representación de ser rechazado y los recuerdos implícitos asociados a experiencias pasadas: impulsos de huida, imágenes perceptuales de su padre rabioso […] y sensaciones corporales de tensión e incluso dolor. Estas conexiones se producían rápidamente, fuera de consciencia. [El padre] había entrado súbitamente en un estado mental infantil, lleno de esos sentimientos tan familiares de rechazo, miedo, rabia y desesperación.” (pp. 115-116).

El desbordamiento afectivo y las conductas perturbadoras de Santi pueden estar provocando en Luisa la reexperimentación de aspectos conflictivos o traumáticos de su historia relacional, análogos a los que aparecen en el caso descrito por Siegel : la impresión de estar en peligro y expuesta a una crítica destructiva y a la invalidación.

Estas nociones retoman la idea clásica de Selma Fraiberg (Fraiberg et al., 1975) según la cual la crianza puede experimentarse como la “visita” de un fantasma ligado al trauma parental, o la reproducción de una escena marcada por emociones muy intensas que no pudieron ser procesadas. El desamparo y la dependencia del niño, sus accesos de rabia, su angustia, su tristeza o su excitación, entre otros, reactivan las propias experiencias de desamparo, rabia, aislamiento, etc., del padre herido. Casi nunca se trata de un recuerdo episódico recuperado voluntariamente, sino de una experiencia preverbal que opera en el ámbito del “conocimiento relacional implícito” (Lyons-Ruth et al., 1998) acerca de lo que está pasando, lo que cabe esperar, y lo que uno debe hacer para sobrevivir al peligro (Schechter, 2017; Siegel, 1999).

En una línea semejante, Powell et al. (2019) sugieren que la reexperimentación, en el contexto de las interacciones padres-hijos, puede adoptar la forma de miedos o “sensibilidades nucleares”. Durante el ejercicio de la crianza, algunos padres se enfrentan a la amenaza de sentirse solos, desamparados o desatendidos por el hijo (sensibilidad a la separación); fracasados, criticados o avergonzados respecto a su crianza (sensibilidad a la estima); o dominados o invadidos por el niño y sus demandas (sensibilidad a la seguridad). Estas sensibilidades articulan los temas conflictivos que, en una serie de casos, pueden distorsionar la experiencia de crianza de los padres, y promover el uso de estrategias defensivas (más detalles sobre este asunto en adelante).

Para el caso que nos ocupa, podemos interpretar aspectos de la narrativa de Luisa (los que se centran en el carácter “chantajista” de Santi) como indicadores de una sensibilidad a la seguridad. Para Luisa, las demandas afectivas de su hijo, lejos de ser vividas como la expresión de una dependencia razonable, son un doloroso activador del miedo de Luisa a ser dominada, manipulada o controlada por su hijo. Al mismo tiempo, la impresión de ser inadecuada y de fallar como madre parece indicar el efecto de una sensibilidad a la estima, por la cual Luisa estaría experimentando la crianza como un examen de su propia valía, y las manifestaciones de malestar de Santi como una prueba de su inadecuación.

Además de las emociones ligadas a un pasado traumático, en este punto del círculo se ubica también el estrés ligado a las adversidades que afectan a muchas familias. La exclusión social, el aislamiento y la falta de apoyo, u otra serie de amenazas reales, actuales, provenientes del entorno, pueden tener efectos semejantes a los que se acaban de describir, o añadirse a ellos, agravando la inseguridad. Las familias en situación de pobreza, las madres adolescentes solteras, las madres víctimas de violencia de género, las familias afectadas por enfermedades graves, las familias en proceso de separación, etc., nos demuestran que los vínculos afectivos son sensibles a la influencia del entorno y que nuestra valoración del riesgo (y de la resiliencia) debe incluir una óptica centrada en la ecología del desarrollo (Berástegui y Pitillas, 2021). Las emociones difíciles de Luisa no solo proceden de los aspectos dolorosos del pasado; se derivan también de las difíciles condiciones contextuales en que ejerce su crianza: la relativa ausencia de apoyos en la comunidad y el estrés actual que ella vive en la relación con su exmarido y con su madre (quien, a pesar de la ayuda que ofrece, sigue siendo crítica). Las fantasías de no ser adecuada, las atribuciones malevolentes de las intenciones de Santi, o la expectativa de que este crezca de forma problemática son, probablemente, el resultado de estos factores de influencia ecológica sumados a las dinámicas relacionales derivadas del trauma de Luisa.

Distorsiones en la interpretación

Los trabajos sobre la mentalización o función reflexiva parental (Oppenheim y Koren-Karie, 2009; Slade, 2005; Zeegers et al., 2017) han puesto de relieve la importancia de la capacidad de los cuidadores para tener la mente de su hijo en mente, es decir, para detectar la presencia de estados internos tras la conducta del niño, resonar afectivamente con dichos estados, e interpretarlos de forma equilibrada y con realismo. Una mentalización parental adecuada está en la base de las respuestas sintónicas del cuidador respecto a las necesidades del hijo y, de hecho, constituye un predictor muy robusto de la seguridad en el apego, tal y como demuestra una importante cantidad de trabajos de investigación (Fonagy et al., 1991; Fonagy et al., 2002; Grienenberger et al., 2005).

Las interacciones que reactivan en el cuidador sus afectos traumáticos pueden inhibir temporalmente esta capacidad, conduciendo a la aparición de distorsiones interpretativas o “modos pre-mentalísticos” de funcionamiento psíquico (Bateman y Fonagy, 2016). Estos fallos en la mentalización parental pueden adquirir formas distintas. Por ejemplo, frente a las señales infantiles de apego que solicitan una mayor proximidad, un padre podría fijarse únicamente en lo observable de la conducta (el llanto, los gritos, la desobediencia) y en sus efectos tangibles (esto corresponde al llamado modo “teleológico” de mentalización). Por su parte, el “modo simulado” se basa en el uso de atribuciones pseudomentalizadoras, superficiales, que impiden al cuidador resonar afectivamente con el niño o hacerse disponible (“Solo intenta llamar la atención”; “Es algo que ha visto hacer a otros niños, y lo imita”; etc.).

En el caso de Luisa y Santi hallamos algunas manifestaciones de estas distorsiones de la mentalización parental. Por un lado, en ocasiones Luisa solo parece ver el aspecto puramente comportamental de las conductas de Santi, en vez de interpretar su carácter de señal afectiva. En momentos así, la percepción de Luisa está colonizada por la impresión (muy amenazante para ella) de que el comportamiento de Santi es “ilegible”, y que la única respuesta posible es, también, puramente comportamental: Luisa grita, amenaza y agrede para recuperar cierto control sobre eso que Santi hace y que, a ojos de su madre, es incomprensible. Parte de la narrativa de Luisa incluye también atribuciones propias del modo simulado. Estas atribuciones pseudomentalizadoras reducen el significado mental del comportamiento del hijo a fórmulas más o menos automáticas, que impiden la conexión afectiva de la madre con el hijo o una lectura más “profunda” del comportamiento. Así lo observamos cuando Luisa considera que el comportamiento de Santi es resultado de la influencia (más bien abstracta) del padre.

Un tercer modo pre-mentalístico, habitualmente observable en las díadas afectadas por el trauma, es el de la llamada “equivalencia psíquica” (Bateman y Fonagy, 2016). Este modo se define por el uso parental de interpretaciones malevolentes y marcadas por un nivel de elaboración excesiva, lo que las lleva muy plenamente al ámbito de la distorsión (“Quiere hacerme daño, demostrándome que no soy capaz de hacer las cosas bien, para que yo me sienta humillado”). Estamos posiblemente ante la interferencia más dramática del trauma sobre las capacidades reflexivas de los padres, y la que más acerca a los cuidadores a una impresión de estar en peligro cuando interactúan con sus hijos. El efecto que provocan estas distorsiones es semejante al de la “ecuación simbólica” estudiada por Segal (1957, como se citó en Jones, 2010): lo que siento, es. Para el cuidador se vuelve muy difícil percibir la diferencia entre sus estados mentales (“Me siento humillado”) y los estados mentales del hijo (“Eso significa que él me quiere humillar”).

Esta distorsión recuerda a los mecanismos proyectivos con los que otros autores han analizado las dinámicas de relación traumática padres-hijos (Brazelton y Cramer, 1993; Seligman, 2017). El cuidador traumatizado puede percibir a su hijo como una figura perteneciente a su “drama” traumático: un agresor, una figura negligente y que no cuida, un juez, un rival, etc. Estos procesos van más allá de una cuestión meramente perceptiva y se materializan en formas de crianza que empujan al niño a identificarse y comportarse según el rol que se le ha adjudicado (Seligman, 2017) (p.ej., el cuidador que percibe a su hijo como alguien rechazante puede provocar, con sus respuestas, la irritación del niño o una tendencia a separarse del padre, lo que confirmaría el papel de rechazante que se le adjudicó originalmente).

En el caso que nos ocupa, estas distorsiones se manifiestan de forma especialmente pronunciada en las atribuciones que hace Luisa de las intenciones agresivas y manipuladoras de Santi, atribuciones que se despliegan con rigidez y con una ausencia de curiosidad en Luisa acerca de otras interpretaciones posibles para la conducta. El miedo de Luisa a ser dañada, controlada o criticada por su hijo, en su mente, es equivalente a la realidad: “Si no le das lo que quieres, él te castiga; sabe cómo hacerlo y lo hace, para controlarte”.

Los afectos traumáticos reexperimentados por el padre no solo interfieren en su imagen del niño en un nivel de contenido, sino que pueden generar también importantes efectos en la estructura y la cohesión de la narrativa con la que los padres interpretan su experiencia de la crianza. En este sentido, estaríamos frente a fallos que tienen que ver con la fragmentación, los lapsos en el discurso, las incongruencias o las oscilaciones abruptas entre visiones contradictorias que el padre maneja acerca de su hijo. Estas consideraciones son congruentes con lo que sabemos acerca de los “fallos” narrativos que cometen algunos adultos en la Entrevista de Apego Adulto, y que “sintomatizan” altos niveles de inseguridad o desorganización en su estado mental respecto al apego (Siegel, 1999). Como se ha dicho, Luisa alterna entre tener la sensación de ser “engañada” o “chantajeada” por Santi o percibirlo como un niño muy frágil. Estas atribuciones contradictorias parecen segregar (escindir) la imagen interna que esta madre tiene de su hijo en dos representaciones no integradas: Santi es visto como un adversario del que hay que defenderse o, alternativamente, como una criatura frágil que necesita protección. Cada una de estas representaciones que hace Luisa de su hijo está ligada a tendencias de respuesta igualmente parciales: el esfuerzo agresivo por imponer límites, por un lado, y la deferencia o el apaciguamiento temeroso, por el otro.

Las defensas parentales

La reactivación de los aspectos traumáticos o los miedos nucleares del cuidador, junto a la percepción distorsionada de lo que sucede, provocan que algunas interacciones sean vividas como una situación de peligro de la que defenderse.

Las estrategias defensivas de los padres pueden adoptar la forma de prácticas de crianza disfuncionales (agresivas, descuidadas, etc.). Para Liotti (2017), los padres traumatizados podrían protegerse desactivando el sistema de cuidados (el conjunto de disposiciones y capacidades que permite a un adulto proteger y cubrir las necesidades del niño) y activando otros sistemas motivacionales que ofrecen una sensación de control o seguridad más o menos inmediata: el sistema de ataque-huida (que les ayuda a proteger su integridad agrediendo o alejándose del hijo), el de jerarquía/competición (que conduciría a afirmar el poder sobre el niño o bien a ponerse por debajo de él como estrategia de auto-protección), o el propio sistema de apego (que conduciría a los padres a la inversión de roles y a solicitar al niño cuidados y protección). En algunos casos, estas sustituciones podrían incluso involucrar al sistema sexual (lo que conduciría a algunos cuidadores frágiles a buscar el contacto por medio de una erotización de las interacciones con el niño). La reorganización de los sistemas motivacionales del padre traumatizado es un mecanismo importante que convierte a la antigua víctima en un agresor actual y, de esa forma, puede contribuir a la repetición intergeneracional de los traumas relacionales (Pitillas, 2020).

Las defensas del cuidador pueden operar también en un nivel narrativo (Aznar y Varela, 2018). Frente a las manifestaciones de miedo, rabia o indefensión del niño durante una interacción insegura, los cuidadores pueden desplegar respuestas que niegan, prohíben o sustituyen el dolor del niño. Esto puede producirse mediante una distribución distorsionada de la iniciativa (“me has provocado hacerte esto”); negando al acto su carácter dañino (“lo he hecho para ayudarte a entender”) o sus efectos dolorosos (“no seas dramático”, “es imposible que te haya dolido”); amenazando con mayores niveles de dolor o aislamiento (“si sigues llorando te daré razones para quejarte”, “estás poniéndome muy nervioso y me voy a ir”), entre otros (Sluzky, 2006).

Como resultado de la reexperimentación traumática y de las distorsiones mentalizadoras descritas en los apartados previos, cristaliza en Luisa una percepción de Santi como fuente de peligro y, con ello, se activa una serie de respuestas defensivas. El sistema de cuidados se bloquea y es suplantado por el sistema de ataque-huida. En el lado del ataque, Luisa incurre ocasionalmente en respuestas de ira hacia su hijo, que pueden incluir críticas o agresiones verbales. Sin embargo, son más frecuentes las respuestas de huida: cuando Santi se siente mal, Luisa se aleja de él, se distrae con otras cosas, tapa su malestar haciéndole cosquillas de un modo invasivo, entre otros. La inversión de rol se pone en juego también cuando, desesperada, Luisa adopta una posición inferior y suplica a Santi que reduzca sus comportamientos perturbadores y le ayude.

Aumento del malestar del niño

Las defensas del cuidador, manifestadas como respuestas agresivas o negligentes, provocan en el niño una experiencia de peligro. Dicho peligro deriva no solo de la posible agresión, sino también de la pérdida de una conexión psicológica con la figura de apego, desconexión que se vive como algo aversivo y potencialmente desorganizante, tal y como revelan los estudios en el campo de la intersubjetividad infantil (Stern, 2005; Tronick, 2007).

Frente a estas situaciones, el organismo del niño puede poner en marcha respuestas que buscan señalizar su dolor y obtener la protección que necesita del cuidador. Así, las señales del niño, con las que comenzábamos a describir este círculo, pueden aumentar en intensidad: el llanto inicial se transforma en un acceso de afectividad inconsolable; la reivindicación adolescente adquiere la forma de una rabia combativa; etc. Un aumento del “volumen” de las señales emocionales suele significar que el menor tiene esperanza en la posibilidad de que el entorno ajuste su respuesta y reestablezca la seguridad. Sin embargo, la cara visible de este fenómeno es un empeoramiento de la conducta, que se vuelve más perturbadora e inmanejable, lo que provocar un agravamiento de la reexperimentación traumática en el cuidador, una confirmación de sus distorsiones interpretativas y, en última instancia, una mayor rigidez defensiva. Comenzaría así una segunda vuelta de este círculo vicioso de inseguridad. Con las repeticiones, este ciclo puede alcanzar niveles de dolor traumáticos para el niño (y retraumatizantes para el cuidador).

En estas condiciones, el miedo y el dolor pueden aumentar hasta alcanzar niveles intolerables que desorganizan el funcionamiento socioemocional del niño (Allen, 2012; Beebe y Lachman, 2014; Liotti, 2017; Reisz et al., 2018; Schore, 2010). Este dolor sin control puede provocar que el organismo del niño recurra a estados de desconexión masiva (estados disociativos) (Liotti, 2017; Perry et al., 1995; Schore, 2010; Schwartz, 2000). Los estados disociativos, que funcionan como una vía desesperada de “escape cuando no hay escape”, reducen la percepción de dolor y aíslan al niño mentalmente de una situación aversiva frente a la que no tiene poder. Su relativa utilidad en la reducción del malestar convierte a la disociación en un estado con tendencia a generalizarse a una diversidad situaciones y de relaciones, lo que aumenta la vulnerabilidad del individuo a exponerse a nuevas situaciones de dolor interpersonal (Perry et al., 1995; Schimmenti y Caretti, 2016).

En el caso que nos ocupa, las estrategias defensivas que Luisa emplea para reducir su sensación de peligro y recuperar cierto grado de control provocan niveles crecientes de desregulación en Santi. La confusión y la frustración de Santi aumentan, con lo que se produce una intensificación de sus señales: Santi expulsa a la madre de su lado con gritos (“¡Te odio!”) o agresiones físicas, se desborda afectivamente y, en ocasiones, entra en estados puntuales de disociación, durante los que “se queda callado, no dice ni expresa nada”. Ambos tipos de respuesta alimentan en Luisa la sensación de ser agredida, la experiencia de desamparo, o el sentido de estar fallando y ser sometida a crítica. El círculo inicia, así, una vuelta más, y la inseguridad de ambos se hace más elevada con cada nueva repetición.

Estrategias de adaptación infantil a la inseguridad

El vínculo entre un niño y su cuidador, por lo tanto, puede entrar en círculos de inseguridad creciente. Una de las salidas posibles a este círculo de inseguridad consistiría en que el cuidador pudiera dar un paso atrás, percatarse de lo que está yendo mal, reajustarse al estado del niño y ejercer cierta reparación interactiva (Beebe y Lachman, 2014). Esto exige una recuperación de la capacidad para mentalizar (“lo que siento ahora no está siendo provocado por mi hijo”; “mi hijo no es aquel de quien debo defenderme”) y, para las familias socialmente vulnerables, la reconexión con sistemas de apoyo externo en diferentes niveles la ecología de la crianza (Berástegui y Pitillas, 2021).

Otra posible salida del ciclo consistiría en que el niño, para frenar la escalada de dolor, transforme su funcionamiento relacional. El niño percibe las necesidades afectivas del cuidador y sus patrones de respuesta defensiva y, apoyándose en este conocimiento, despliega estrategias que le permiten maximizar la proximidad y reducir la agresión.

Según Crittenden (2016), estas estrategias pueden manifestarse de dos formas.

En el espectro “coercitivo”, los niños se adaptan desplegando una reactividad emocional abierta e intensa: el niño protesta, despliega su rabia, amenaza a los cuidadores, se aferra a ellos, se muestra indefenso y dependiente, etc. Estas estrategias pueden partir de formas muy rudimentarias de demanda afectiva (el bebé que llora inconsolablemente) a formas más sofisticadas y estables (el adolescente que consolida un carácter seductor o zalamero para evitar la separación). Las distorsiones cognitivas que subyacen a este tipo de estrategias se basan en magnificar la percepción de las propias necesidades y reducir la percepción de las necesidades y emociones ajenas.

En el espectro “compulsivo”, encontramos una aparente reducción de la reactividad emocional por parte del niño, y una relativa inhibición de sus necesidades de cuidado. Estamos ante patrones inhibidos, sobreadaptados, complacientes, de interacción. De nuevo, si se mantienen las condiciones de inseguridad/trauma en el contexto, las estrategias pueden crecer en sofisticación (por ejemplo, un bebé callado podría desarrollar, con los años, un patrón crónico de cuidado compulsivo de los otros). Las distorsiones cognitivas que subyacen a este tipo de estrategias se basan en magnificar la percepción de las necesidades ajenas y reducir la percepción de los estados y necesidades propias.

En ambas direcciones, el niño se reorganiza frente al trauma mediante patrones relacionales basados en la inversión de rol: ocupa una posición asimétrica (superior) que le permite ejercer cierto control, mediante la coerción o mediante el cuidado de sus figuras de apego (véase también Lyons-Ruth y Jacobvitz, 2016). A medio o largo plazo, como se adelantaba al principio de esta sección, estas adaptaciones implican formas engañosas (paradójicas) de comunicación emocional (Pitillas y Berástegui, 2018; Powell et al., 2019). Con ellas, el niño “engaña” a sus cuidadores y a sí mismo (también a algunos profesionales) acerca de lo que siente y necesita, de cara a mantener cierto equilibrio dentro de la interacción.

De las ideas aquí presentadas se derivan preguntas con un alto potencial diagnóstico y de intervención: ¿Qué adaptaciones ha tenido que hacer el niño frente a las amenazas provenientes del contexto? En un sentido inverso: los patrones (problemáticos) de conducta del niño, ¿a qué estrategias relacionales obedecen (es decir, de qué manera están permitiendo al niño “sobrevivir” en su contexto relacional)? Nuestra eficacia a la hora de reactivar el circuito mentalizador en las familias depende, en parte, de nuestra capacidad para entender los movimientos defensivos que se producen tanto en los padres como en sus hijos.

Como se ha planteado más arriba, algunos de los comportamientos de Santi pueden ser leídos como señales paradójicas de su necesidad de obtener regulación y consuelo (es decir, del sistema de apego). Con el dramatismo de sus respuestas emocionales, Santi podría estar maximizando la proximidad de una madre que, como consecuencia de sus estados depresivos y el alto estrés ligado al divorcio, es intermitente en su disponibilidad afectiva. El carácter coercitivo de estas estrategias hace que sean especialmente difíciles de entender como señales de apego, tanto para Luisa como para el entorno amplio de Santi (su abuela, sus profesores). La conducta, al ser interpretada como problema (o, más allá, como intento por parte de Santi de agredir, manipular, controlar) suele recibir respuestas de castigo o control en el entorno, lo cual deja al sistema de apego en un estado de activación sin consuelo, y consolida, en cada nuevo ensayo, un mayor nivel de inseguridad relacional.

Algunas notas sobre el trabajo terapéutico

Frente a casos como el que se ha descrito, existe la tentación de implementar intervenciones directivas basadas en los modelos clásicos de escuela de padres, por ejemplo, o en formas muy estratégicas de educación para la crianza. Estos abordajes estarían marcados por un objetivo claro de corregir estrategias parentales disfuncionales, transmitir conceptos y teorías o entrenar prácticas de crianza adaptativas (Martín-Quintana et al., 2009). Aunque se trata de abordajes potencialmente útiles en un nivel de intervención universal y/o con familias afectadas por formas muy puntuales y leves de estrés, la literatura apunta a que, para “trastornos relacionales” (Lieberman y Van Horn, 2008) con tendencia a la cronicidad y un componente intergeneracional y defensivo importante, como el caso que se presenta en este texto, estos serían abordajes limitados.

Las intervenciones centradas en el vínculo y buena parte de las terapias padres-hijos coinciden en apostar por atender a las familias dañadas mediante una combinación de un trabajo de corte relacional con técnicas orientadas a la mejora de las competencias parentales (Baradon, 2016; Berlin et al., 2016; Powell et al., 2019). En la dimensión relacional, ayudamos a la familia a recuperar niveles de organización y de seguridad más altos de los que traen. Esto puede concretarse en el establecimiento de una relación terapéutica que desafía las expectativas traumáticas de los padres, que utiliza la postura mentalizante del terapeuta como una fuente de seguridad relacional para los padres traumatizados, o que busca “imaginar” los miedos (o sensibilidades) nucleares de los padres y tratar de reducirlos de una forma estratégica y precisa (Slade, 2014), entre otros.

Estas y otras intervenciones contribuyen a construir (y mantener) un “marco de seguridad” (Pitillas, 2021), en cuyo interior puede trabajarse para robustecer la mentalización parental o algunas competencias específicas de crianza. Lo que propongo es la coexistencia continua de estos dos niveles, que se necesitan y alimentan mutuamente. Esta articulación entre niveles de trabajo (relacional y competencial) es dinámica, es decir, el marco de seguridad debe ser monitorizado y reparado frecuentemente, de cara a que siga sirviendo como infraestructura que posibilita las intervenciones fortalecedoras de la parentalidad.

Hemos adelantado al comienzo de este artículo que Luisa y Santi fueron atendidos en un programa de intervención familiar centrada en el vínculo (Pitillas y Berástegui, 2018). Este programa es congruente con los principios que acaban de ser presentados. El aspecto de reparación interpersonal (el marco de seguridad) se logró fundamentalmente a través de la participación de Luisa en un grupo de padres. El grupo funciona como una “figura de apego transicional” (Crittenden, 2016) mediante experiencias muy específicas que son facilitadas por el terapeuta. Entre ellas se incluyen el reconocimiento mutuo, la contención emocional, procesos de identificación entre los participantes, la construcción de una narrativa común que marca las separaciones y los reencuentros, etc. (todas estas intervenciones estarían ligadas a las necesidades de apego). Alternativamente (y más cerca de las fases media y final del tratamiento) el grupo funciona como un espacio donde se pueden manejar perspectivas nuevas acerca del niño, explorar posibilidades de respuesta alternativas, exponerse a la confrontación o recibir apoyo y elogios frente a los intentos de hacer las cosas de manera distinta (todas estas dinámicas e intervenciones estarían ligadas al sistema de exploración de los padres) (véase Pitillas y Berástegui, 2021, para una descripción más detallada de técnicas de facilitación de experiencias de apego en grupo).

Se transcribe a continuación un pequeño extracto de sesión en la que las madres del grupo visionaron y discutieron un clip de interacción entre Luisa y Santi, extraído de la grabación inicial. Este extracto corresponde a la interacción que se describió más arriba, en la que Santi, en el curso de un juego con bloques de construcción, pasa de frustrarse y responder agresivamente a su madre a demandar a su madre que lo atienda y acompañe en el juego. Los segundos de interacción inmediatamente posteriores nos muestran a Luisa sentada cerca de Santi, pero con la mirada orientada lejos del juego y del niño, con una expresión facial ausente y el cuerpo estático. Conforme avanza esta interacción, Santi “insiste” en sus intentos por hacer que su madre vea y reconozca sus pequeños logros (“Mira, mi torre es más alta ahora”), frente a lo que Luisa responde de forma intermitente y en unos niveles muy bajos de intensidad. En estas condiciones, Santi interrumpirá su juego varias veces, fijará sus ojos en Luisa y comenzará a mover su cuerpo con inquietud.

Este extracto de sesión ilustra algunos principios del trabajo familiar centrado en el vínculo (en este caso, muy apoyados en el uso terapéutico del grupo de madres):

  • Las intervenciones del terapeuta tratan de facilitar que el grupo funcione como “base segura” (Bowlby, 1980) para la exploración (p.ej., la terapeuta pide a las madres del grupo que traduzcan la conducta de Santi o que piensen “más allá” de la perspectiva que tiene Luisa) y como “refugio seguro” frente al apego (p.ej., la terapeuta, en un momento de malestar de Luisa, facilita un proceso de conexión afectiva e identificación, al preguntar a las madres si han tenido experiencias semejantes).
  • El visionado de la interacción se basa en la premisa de que las conductas del niño son señales de una necesidad o de un estado afectivo relevante (de ahí el interés del terapeuta por poner palabras al comportamiento de Santi). Asimismo, se trabaja con la premisa de que las respuestas parentales están sostenidas sobre una serie de procesos internos (la reexperimentación, la distorsión, la necesidad de defenderse). Ambas premisas organizan la conversación terapéutica.
  • Hay un intento constante de articular la dimensión relacional del tratamiento (facilitando, como se ha dicho, que el grupo “mitigue” las necesidades de apego) con la dimensión competencial (al facilitar que el grupo modele y sostenga exploración de la madre).
  • La mentalización es un componente nuclear del trabajo que se despliega en un sentido descendente: la terapeuta mentaliza al grupo y a la madre, el grupo mentaliza a la madre y al niño y, finalmente, la madre es algo más capaz de mentalizar al hijo (mediante el manejo de una perspectiva más equilibrada y realista acerca de sus intenciones).

Discusión

El modelo que aquí se ha presentado recoge la tendencia del dolor a hacerse cíclico en las díadas niño-cuidador que interactúan bajo el efecto de la inseguridad y el trauma. Para los padres traumatizados, la crianza puede funcionar como un escenario de peligro, frente a determinadas conductas del hijo o en el marco de interacciones específicas. Las señales de malestar del niño y algunos de sus gestos espontáneos funcionan como reactivadores postraumáticos, inundando al padre con emociones no metabolizadas que distorsionan su percepción de lo que pasa y estimulan la necesidad de recuperar el control mediante operaciones defensivas. Estas defensas adquieren la forma de respuestas parentales insensibles o dañinas, que incrementan en el niño la inseguridad y el dolor (en ocasiones, hasta niveles traumáticos), lo que estimula el despliegue de conductas que, por su mayor intensidad, retroalimentan la sensación de malestar y amenaza del padre, reiniciando así un proceso de inseguridad en la díada.

El abordaje de intervención que se ha bosquejado participa de un postulado común a las terapias padres-hijos y buena parte de los programas de intervención centrada en el vínculo: antes de empujar a los padres hacia el cambio en sus patrones de crianza, el profesional debe facilitar experiencias reparadoras de la seguridad para estos padres. El profesional funciona como “figura de apego transicional” (Crittenden, 2016) o como responsable de consolidar un “marco de seguridad” (Pitillas, 2021), dentro del cual las técnicas de intervención específicas pueden ser recibidas por el cuidador, comprendidas y empleadas a favor del cambio.

Esto puede concretarse también en una flexibilización de la postura mental de los cuidadores a favor de una mayor confianza epistémica (Fonagy et al., 2015), es decir, una mayor apertura a usar la información externa como referencia para interpretar la realidad y –de forma especialmente relevante– para cambiar. Para los padres traumatizados puede ser difícil confiar en la comunicación interpersonal. Estos padres no solo ven a sus hijos a través de un filtro distorsionador, sino que además tienen dificultades para ajustar su percepción del hijo usando la información que llega de fuera (las señales del propio niño, los comentarios de otras personas). Lo cual se traduce con frecuencia en una desconfianza frente a la intervención (Fonagy et al., 2019) y, en algunos casos, puede limitar el alcance de los programas de parentalidad exclusivamente teóricos o correctivos. Estos patrones de desconfianza epistémica, derivados del trauma parental, hacen que los contenidos de nuestro trabajo solo sean fiables para las familias cuando la relación con el profesional es fiable.

El gráfico que se ha descrito aquí permite también planificar las intervenciones, seleccionando y jerarquizando los puertos de entrada (Stern, 1995) por los que se puede acceder a la familia e impulsar el cambio. En función del perfil de la familia, de la edad y los problemas del niño, del contexto y el encuadre de trabajo, etc., puede tener especial sentido abordar las experiencias traumáticas no resueltas del cuidador, robustecer sus capacidades mentalizadoras, sustituir sus defensas por patrones de crianza más ajustados, o tratar al niño para reducir el carácter perturbador de sus comportamientos. Con mucha frecuencia, el tratamiento debe incluir el abordaje paralelo de varios de estos procesos.

Por motivos de espacio y de claridad han quedado fuera de este texto algunas cuestiones de relevancia que convendrá desarrollar en el futuro. Entre ellas están la influencia (y el trabajo con) las configuraciones relacionales triádicas (madre-padre-hijo) (Fivaz-Depeursinge y Corboz-Warnery, 1999); una exploración de la influencia de factores sociales y contextuales sobre algunos de los puntos del círculo; o las técnicas específicas que pueden emplearse en cada uno de dichos puntos.

aDr. Carlos Pitillas Salvá trabaja en el Instituto Universitario de la Familia y en el Departamento de Psicología de la Universidad Pontificia Comillas (Madrid). Es coordinador del proyecto “Primera Alianza: mejorando los vínculos tempranos”.

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La confidencialidad de las personas involucradas en este caso ha sido garantizada mediante la modificación de sus nombres y la modificación de algunos datos potencialmente identificativos.

Para citar este artículo: Pitillas Salvá, C. (2022). Peligro y circularidad en las relaciones diádicas tempranas: un estudio de caso. Clínica Contemporánea, 13(3), Artículo e20. https://doi.org/10.5093/cc2022a16

Referencias


Correspondencia

Para citar este artículo: Salvá, C. P. (2022). Peligro y circularidad en las relaciones diádicas tempranas: un estudio de caso. Clínica Contemporánea, 13(3), Artículo e20. https://doi.org/10.5093/cc2022a16

cpitillas@comillas.edu La correspondencia de este artículo debe enviarse al autor Dr. Carlos Pitillas Salvá al e-mail: cpitillas@comillas.edu