Número 2 Vol. 14 2023


Práctica clínica
Clinical Practice
La psicoterapia en la adolescencia: procesos intersubjetivos

The psychotherapy in the adolescence: intersubjective process

Ángeles Castro Masó,a

Psicóloga Clínica. Psicoterapeuta Docente y Supervisora por FEAP, Madrid, España

Recibido a 28 de Abril de 2023, Aceptado a 12 de Julio de 2023

Resumen

Comprobamos en la actualidad un aumento progresivo de la demanda de adolescentes con problemas de salud mental. Reconociendo la importancia que adquiere el tratamiento psicoterapéutico como respuesta a esta demanda, abordaremos en este artículo las características propias de la psicoterapia con adolescentes respecto a los procesos subjetivos que subyacen en el encuentro psicoterapéutico.

Abstract

We are currently seeing a progressive increase in the demand from adolescents with mental health issues. Recognizing the importance that psychotherapeutic treatment has acquired, in response to this demand, we will address in this paper the characteristics of psychotherapy with adolescents regarding the subjective processes that underlie the psychotherapeutic encounter.


Palabras clave

Psicoterapia, adolescentes, proceso, intersubjetividad

Keywords

psychotherapy, adolescents, process, intersubjectivity


Páginas Artículo e13

DOI https://doi.org/10.5093/cc2023a11

PDF 1989_9912_cc_14_2_e13.pdf

EPUB 1989-9912-cc-14-2-e13.epub

Contenido

Introducción

Si bien ya en años anteriores los profesionales de la salud mental venían alertando de la transformación que se venía observando en las consultas de adolescentes, ha sido a raíz de la pandemia por SARS-CoV-2 cuando estrepitosamente saltaron las alarmas sobre una problemática que ha excedido las posibilidades de atención en gran parte de los Servicios públicos.

Se ha constatado que, desde el punto de vista cuantitativo, el número de consultas ha ido en aumento de forma exponencial, desbordando los recursos de la sanidad pública, ya previamente deficientes (Cuéllar et al., 2019). Los últimos datos de UNICEF, apuntan a que uno de cada cinco menores de entre 10 a 19 años (20.8 %) en España, está diagnosticado de algún problema de salud mental (UNICEF, 2020). Al tiempo, se ha ido advirtiendo sobre el aumento y gravedad de la psicopatología. El informe anual de 2020 de la Fundación ANAR revela que la pandemia y el confinamiento por la COVID-19 han impactado negativamente en el incremento de problemas psicológicos como la ideación suicida (244.1%), la ansiedad (280,6%), la baja autoestima (212.3%), la depresión/tristeza (87.7%), los trastornos de alimentación (826.3%), las autolesiones (246.2%), la agresividad (124.5%) y el duelo (24.5%) en niños/as y adolescentes (Fundación ANAR, 2020).

Es innegable la potencia de los cambios sociológicos acaecidos en las últimas décadas, acompañados de movimientos que han puesto en cuestión estructuras sociales previas, coexistiendo, y retroalimentándose al tiempo, de nuevos referentes de identificación, diferentes modos de funcionamiento relacional, del papel de la tecnología, la implicación de la realidad virtual, etc… Movimientos que han ido adquiriendo una trascendencia inequívoca sobre los procesos de estructuración psíquica y adquisición de identidad propios de la adolescencia (Pascual, 2021; Peinado, 2018).

Aunque estas transformaciones socioculturales, entendidas también desde el progreso, afectan a la sociedad en su conjunto, es la fragilidad psíquica propia de la adolescencia y especialmente en los casos de mayor vulnerabilidad, la que la convierte en un terreno abonado para la aparición de dificultades adaptativas y riesgo psicopatológico (Suyoy y Selener, 1998; Vázquez et al., 2023).

El número creciente de consultas de adolescentes en los últimos años con cuadros clínicos severos y muy graves parece confirmar esa tendencia (AMSM, 2021; Cuellar-Flores et al., 2022). Como consecuencia, tanto la gravedad psicopatológica como la presión asistencial vivida en los Servicios públicos de salud en este período han puesto en muy difícil equilibrio, y a veces imposible, la gestión de la atención a los pacientes por parte de los profesionales y en muchas ocasiones, con un alto coste emocional también para éstos.

En este panorama la indicación psicoterapéutica justificada por la clínica, aunque consensuada como procedimiento terapéutico esencial en niños y adolescentes (García, 2019) y a pesar de la evidencia (Fonagy et al., 2015; Weisz y Kazdin, 2017), se ha visto especialmente amenazada en su práctica, al no garantizarse las condiciones que dicha práctica exige para el logro de sus objetivos.

La tensión provocada por ese aumento de demanda señalado, las propias características de ésta en cuanto a la urgencia en su presentación y la escasez de recursos en el ámbito público han tenido una repercusión relevante en el ejercicio óptimo de la práctica psicoterapéutica en dicho contexto (Santos y Rincón, 2021).

La descompensación evidenciada entre la exigencia de la demanda y las posibilidades de los recursos existentes ha obligado a instituciones y profesionales a dar respuestas bajo estas circunstancias, en ocasiones y desafortunadamente, a costa del rigor en la aplicación de las técnicas psicoterapéuticas adecuadas en la adolescencia.

Observamos con preocupación, el riesgo de recurrir a intervenciones que, en aras de la rapidez, quedan convertidas en falsos atajos que minimizan, obvian, o niegan la función esencial que requiere y cumple la psicoterapia frente al sufrimiento psíquico del adolescente.

Las diferentes condiciones en las que se desarrolla el trabajo psicoterapéutico entre el ámbito público y privado marcan diferencias importantes en ritmos y formatos e implican necesariamente en el primero una adaptación de la técnica adecuada al contexto en el que se desarrolla. Aun así, los principios generales de la psicoterapia en cuanto a los procesos intersubjetivos sobre los que se sustenta son comunes a los diferentes ámbitos.

Abordaremos en este trabajo la relación terapéutica, consensuada desde los diferentes modelos teóricos, como el eje sobre el que pivota el tratamiento psicoterapéutico, centrándonos en la especificidad que presenta el encuentro intersubjetivo en la psicoterapia con adolescentes.

Los primeros contactos

Habitualmente la demanda de atención a adolescentes viene formulada por un tercero (familia, instituto, trabajadores sociales, etc..), lo que en muchas ocasiones se acompaña de la dificultad para reconocer la necesidad de ayuda por parte del propio adolescente (Fernández et. al, 2016).

Si bien los adolescentes mayores en muchas ocasiones presentan una demanda propia de tratamiento, en muchos otros casos encontramos adolescentes que depositan sobre la consulta una expectativa mágica y de urgente resolución (Soriano, 2009). Recordemos la vivencia de necesidad apremiante que impregna las demandas del adolescente y que dirige hacia otros, sobre los que proyecta la ilusión mágica de poseer aquello que le puede satisfacer y calmar de forma absoluta. Exigencia que, como sabemos, se torna paradójica por el rechazo hacia el sentimiento de dependencia que también la acompaña (Jeammet, 1994).

Las dificultades en los procesos mentalizadores, entendiendo como tales, la capacidad de identificar los estados mentales propios y de los otros en sintonía con los comportamientos (Bateman et al., 2012) suelen tener como consecuencia, la escasa conciencia de la disfuncionalidad de las conductas para el propio adolescente y, por ello, la negación de la necesidad de ayuda.

En ocasiones, la oferta de ayuda es interpretada como ataque intrusivo, como imposición que reproduce el intento de control y dominio adulto sobre él y/o como constatación tremendamente dolorosa de un señalamiento de su falta o fracaso.

Desde esas premisas la reacción esperable a la propuesta de ayuda será de rechazo y enfado, lo que supondrá con cierta frecuencia, la primera dificultad para establecer la alianza necesaria.

En otros momentos el adolescente puede servirse de mecanismos proyectivos para aminorar su angustia y legitimarse. Por ejemplo, puede hacer una presentación “bien armada lógicamente” de sus conductas, justificando éstas como consecuencia directa e inevitable de las de otros, a los que vive como los verdaderos responsables del conflicto, sin que necesariamente estos pensamientos signifiquen capacidad mentalizante, ni subjetivación de su relato.

Encontraremos la identificación proyectiva entre los mecanismos defensivos adoptados por el adolescente, destinados a rebajar la ansiedad desprendiéndose de aspectos rechazados de sí mismo y proyectados en los otros (Feduchi et al., 2006). De esa forma, puede salvaguardar cierta coherencia frente al riesgo de desbordamiento y enorme dificultad que supone la resolución de su conflictiva psicológica.

El adolescente puede negar su sufrimiento por los motivos que señalábamos anteriormente, y/o por carencias o alteraciones sufridas en su desarrollo que hayan podido afectar a su capacidad de representación y simbolización. En estos casos, ya en los primeros contactos aparecerán elementos disociados o escindidos, sin posible subjetivación, indicadores de un self no integrado y resultando este dato especialmente relevante respecto a la gravedad del diagnóstico y posterior intervención.

Por otro lado, la relación asimétrica del adolescente con el psicoterapeuta en cuanto adulto actualizará por analogía, experiencias previas con figuras que representan una función de autoridad. El adolescente proyectará sobre el terapeuta imágenes que formen parte de su experiencia en la relación con los adultos, no siempre necesariamente reales, sino tamizadas también por la vivencia emocional de esas relaciones y sus propios mecanismos defensivos.

Encontraremos que, siempre, en la relación psicoterapéutica con el adolescente se pondrá en juego desde el inicio, el conflicto nuclear del proceso de autonomía (Lasa, 2015).

El sentimiento de vergüenza, especialmente significativo en la adolescencia por su íntima conexión con la problemática narcisista, cuando es muy intenso, mostrará derivadas en el encuentro psicoterapéutico tanto en forma de inhibición y ocultamiento, como en manifestaciones de ira, rechazo o ataque a la relación. La comprensión adecuada por parte del terapeuta de ese sentimiento, conectando con la carga emocional que supone para el adolescente la amenaza, e incluso el terror, que puede llegar a experimentar hacia la relación, favorecerá la disposición e interés genuino indispensables para abordarlo técnicamente en la terapia.

Tan importante como el diagnóstico clínico, incluso como potente indicador del mismo, será la comprensión de las motivaciones que llevan a un adolescente que sufre a rechazar la ayuda.

La inseguridad que el adolescente siente respecto a su propio mundo interno, indescifrable aún para él, y su dependencia de lo externo, contribuirán a levantar barreras defensivas con las que sentirse protegido en la relación. Es necesario tratar con escrupuloso cuidado y respeto el sentimiento de intimidad, extremadamente cargado en el adolescente de ambivalencia. Dado que la experiencia de intimidad es necesaria para la configuración de la identidad, el vínculo terapéutico actuará al tiempo de generador y sostén de esa función potenciando su valor madurativo.

Si bien la posición de rechazo, confrontación o desconfianza puede representar un obstáculo para iniciar el proceso terapéutico, sabemos que el conflicto estructurante de dependencia-separación va a formar parte de diferentes maneras y con diferente intensidad, de todo el proceso y no solo en las primeras etapas del mismo.

Es necesario identificar bien estos movimientos intersubjetivos que subyacen a conflictos nucleares en el desarrollo para no patologizar ni calificar apresuradamente de resistencias e imposibilidades al tratamiento. Dicho de otro modo, dado que la individuación, constituye la naturaleza misma del proceso vital del adolescente, tanto en su medio natural como en la consulta, necesitará de vínculos capaces de potenciar las capacidades dirigidas a la individuación como logro evolutivo. El vínculo psicoterapéutico en el caso de los adolescentes en tratamiento deberá acompañarle en esa función.

El trabajo con adolescentes exige al profesional, además de la formación teórico-técnica requerida, la capacidad para flexibilizar ese conocimiento y ajustarlo a la situación precisa y particular que el adolescente presenta, huyendo de estereotipos y dogmas, que precisamente en la adolescencia, serán interpretados como actitudes carentes de empatía o claramente expulsivas.

Es necesario, además de contar lógicamente con el tiempo adecuado, mostrar una disposición de compromiso e interés, para que el adolescente sienta la posición del psicoterapeuta de forma genuina, compartiendo objetivos, y sin que aquel se sienta apremiado por demandas de terceros, ni por otras exigencias que le distancien del objetivo clínico y, en consecuencia, del mundo interno del paciente.

Singularidad

La sobrecarga asistencial, como decíamos, vivida por los profesionales, ha puesto en juego en ocasiones, la necesaria potenciación de un vínculo de exclusividad y singularidad, nucleares en la psicoterapia y especialmente sensible en el caso de los adolescentes (Soriano, 2004).

La propia institución sanitaria en cuya esencia está constituirse en marco protector y contenedor de la actividad asistencial puede, sin embargo, frente a un exceso de tensión derivada de la demanda acumulada, actuar en algunos momentos priorizando otros objetivos y obviando las condiciones necesarias para el ejercicio de la psicoterapia (Gómez, 2022).

Hemos venido observando que, en ocasiones, se llega a establecer en la práctica una total analogía con procedimientos de otras especialidades donde el diagnóstico clínico se asocia de forma general a un protocolo de actuación más o menos rígido, lo que en el caso de los tratamientos psicoterapéuticos eliminaría de facto el valor de la subjetividad inherente a la clínica.

El aumento de la demanda y la repetición de los perfiles sintomáticos que presentan los adolescentes que acuden a las consultas de salud mental (desregulación, depresión, aislamiento, actings, autolesiones, intentos suicidas…) han podido desencadenar en consecuencia, una respuesta defensiva al margen de la subjetividad y particularidad del adolescente y por tanto actuar como freno ante la posibilidad de conseguir “los momentos de encuentro” necesarios para el establecimiento y fiabilidad del vínculo psicoterapéutico imprescindible en la intervención psicoterapéutica (Stern, 1988).

No tener en cuenta la subjetividad del adolescente, en cualquiera de las intervenciones en salud mental, implica ignorar su realidad psíquica, en la que de forma nuclear permanece la urgente necesidad de comprensión de sí mismo a través de otro. En el peor de los casos, el efecto de ignorar su subjetividad, provocaría en el adolescente un sentimiento de abandono en un momento en el que su fragilidad narcisista se impone.

Desde el adolescente…

En general en la psicoterapia, tanto la intersubjetividad en la relación terapéutica como el valor del vínculo como motor de cambio, han sido demostrados desde diferentes marcos teóricos (Bleichmar, 2004; Díaz-Benjumea, 2011).

Existe consenso respecto a la complejidad que supone establecer el diálogo en el escenario psicoterapéutico con el adolescente, y la dificultad, además de la derivada de la propia psicopatología, para construir un vínculo de confianza que permita al adolescente sostener una demanda propia y mostrarse accesible en el trabajo de investigación sobre sí mismo.

Sabemos que toda adolescencia va a estar atravesada por la cuestión de la identidad, lo que supone para el adolescente la trascendental tarea de construcción del yo y consecuentemente, de la alteridad (Lasa, 2003). Se trata entonces, del reconocimiento de uno mismo como diferente al otro, y consecuentemente del reconocimiento de la propia subjetividad, así como la de los otros. Es evidente que ese objetivo como logro de la diferenciación marcaría la hoja de ruta de todo proceso adolescente en general pero también, en la medida que sea posible, la de los adolescentes que presentan cuadros psicopatológicos, ya que, en estos, la necesaria y constituyente función madurativa se encontrará especialmente obstaculizada y expuesta. Nos referimos en este sentido a los adolescentes que presentan intensas ansiedades confusionales, persecutorias o depresivas y se encuentran atrapados en un funcionamiento regresivo sobre una estructura psíquica que no provee de la consistencia necesaria para el progreso evolutivo.

La representación mental del terapeuta para el adolescente como un otro identificable en su función específica, dependerá de su nivel de consistencia psíquica, del resultado del equilibrio entre las pulsiones y mecanismos reguladores, y del impacto que hayan podido tener experiencias perturbadoras sobre su organización psicológica.

La experiencia clínica y los datos nos demuestran que muchos adolescentes son capaces de diferenciar la función del terapeuta como diferente a la de otros adultos, al tiempo que valoran especialmente la relación terapéutica como herramienta de ayuda (Fernández et al., 2013).

A pesar de las reticencias y resistencias iniciales que pueden presentar muchos adolescentes (Tió, 2004), sabemos que la experiencia nos provee de una casuística que refleja que, en buen número, también muestran adherencia al tratamiento psicoterapéutico cuando han adquirido la confianza suficiente en un profesional al que pueden percibir como permanente, confiable y genuino.

Hemos nombrado anteriormente la primera dificultad que supone para el tratamiento, el rechazo a la ayuda y la desconfianza de ser comprendidos que sienten con frecuencia los adolescentes, habitualmente desde una percepción del acercamiento por parte del adulto con carácter dominante e intrusivo y reaccionando defensivamente a través de la negación y defensa narcisista, pero también reflejando su propia vivencia de inaccesibilidad hacia su mundo interno.

En los cuadros psicopatológicos más graves en los que nos encontramos con el fracaso integrador del self y, por tanto, con la escisión también del objeto, el reflejo en la construcción de la figura del terapeuta hará aparecer a ésta, también escindida. En estos casos las dificultades para el establecimiento, mantenimiento del vínculo y la adherencia al tratamiento, se hacen más evidentes.

La comunicación en la relación con el psicoterapeuta resultará fragmentada, con contenidos verbales y emocionales desconectados y mecanismos defensivos primarios, que podrán en evidencia en el discurso verbal la inconsistencia del relato y la confusión. Estas formas de comunicación en la relación terapéutica, propias de la identidad difusa, son fácilmente distinguibles, de las que presentan los adolescentes invadidos por inseguridades y ansiedades propias de su momento evolutivo. (Fonagy et al.,2015).

Es en los cuadros graves, en los que “las capacidades de reflexión, comprensión cognitiva, y comunicación verbal de los estados internos” aparecen muy disminuidas, aquellos en los que la información contratransferencial y no verbal se constituirá como vía de comunicación privilegiada sobre la vía verbal en el tratamiento psicoterapéutico (Kernberg, 2003).

En las patologías límite, el terapeuta no aparece construido para el adolescente como un otro a quien identifica como tal, sino que será el producto de proyecciones de imágenes parciales no conectadas entre sí, dado que, “una identidad no definida conlleva una trasferencia no definida” (Nicoló, 2012, p. 27). La contratransferencia en el trabajo con estos pacientes, produce una movilización emocional significativa y confronta al terapeuta, entre otros, con la activación de ansiedades regresivas y a su propio temor a la escisión. La mentalización de la propia contratransferencia, necesaria técnicamente en el trabajo psicoterapéutico, se convierte en el tratamiento de estos pacientes, en una clave esencial para su progreso, siempre y cuando el terapeuta sea consciente de su propia subjetividad y no opere defensivamente.

Podemos entender la sensación de aburrimiento recurrente que expresan muchos adolescentes, dentro de la tipicidad en la que se mueve su dependencia del estímulo externo y de lo perceptivo en general y en clara correspondencia con lo inabordable de su propia realidad psíquica. Sin embargo, para otros adolescentes el aburrimiento por el que se sienten invadidos, y que ha eliminado cualquier vestigio de sensación diferente, se convierte en una experiencia dolorosa de enorme vacío con desligamiento del mundo perceptivo e imposibilidad de pensamiento, asociada habitualmente a una clínica depresiva. Este vacío de pensamiento puede generar en el terapeuta a su vez la paralización de sus propios procesos mentales, y en ocasiones, reacciones de hostilidad como defensa frente a ese aprisionamiento mental como reacción contratransferencial. Conociendo la enorme dificultad que supone la comunicación cuando el adolescente se encuentra en este estado, solo si el terapeuta puede llegar a conectar con ese sentimiento de vacío del paciente, bordeándolo y sin confundirse con él, puede ir dirigiéndose hacia otros contenidos a través de los cuales ir conquistando espacios mentales.

Solo cuando el vínculo terapéutico haya adquirido la fiabilidad y seguridad necesarias para el adolescente, será posible acceder a las manifestaciones producto de sus ansiedades básicas y defensas. Entre ellas destacaremos como ansiedades prototípicas, las de tipo claustro y agorafóbico (Feduchi, 1986).

Las primeras hacen referencia al temor a quedar adherido indefinidamente a una imagen infantil de dependencia e insuficiencia, y las segundas, a la inseguridad y el miedo ante lo desconocido de sí mismo y de una realidad también pendiente de reinterpretar. Este tipo de ansiedades, que podemos definir como estructurantes, en los casos donde la vulnerabilidad psíquica es mayor, toman diferentes formas de expresión clínica a través de somatizaciones, fobias, trastornos obsesivos, depresión, aislamiento, alteraciones conductuales, agresividad, actings, etc…

No es casual que el confinamiento por la pandemia del SARS-Covid19, haya contribuido en gran medida a la eclosión de cuadros psicopatológicos en los adolescentes impactando sobre este eje de estructuración psíquica. Podemos entender que la imposibilidad real y física de separación de los padres, junto a la separación impuesta de su mundo de relación (sustituido cada vez en mayor medida por el virtual), hayan contribuido a sumar dificultad al frágil equilibrio e inestabilidad de base.

En la relación terapéutica estos fenómenos determinados por la encrucijada del conflicto central de individuación aparecerán reflejados en actuaciones respecto al tratamiento, o también en el relato que el adolescente construye sobre las figuras significativas de su mundo de relación, padres, profesores e iguales, y que se activarán en la relación terapéutica.

Nos encontramos en ocasiones con maniobras que el adolescente necesita, dirigidas a establecer una alianza con el psicoterapeuta frente a los padres u otro tercero con quien se encuentre en conflicto. Este tipo de alianzas dirigidas a la autoafirmación, le sirven al adolescente para escenificar la confrontación incluyendo al terapeuta en el conflicto. Este movimiento que claramente se percibe como estrategia defensiva frente a la dificultad que supone la resolución de la ambivalencia para el adolescente, puede despertar dudas en el terapeuta sobre su propio papel en el conflicto, o llegar a sentir el riesgo de ruptura de la confianza si se diferencia del lugar idealizado en el que el paciente le ha situado.

Es obvio que las situaciones en las que se objetiva una conducta o amenaza real que supongan un riesgo para el adolescente, deberán ser abordadas desde otras instancias que aseguren la protección necesaria.

El terapeuta deberá tener en cuenta su propia historia en cuanto a elaboración de conflictos de separación, idealizaciones y pérdidas, que necesariamente van a ser reactivados en el trabajo con adolescentes, para que no actúen en forma de artefactos invalidantes y obstaculizadores del proceso terapéutico.

Desde el psicoterapeuta…

Como decíamos anteriormente, abordar la complejidad que conlleva el trabajo psicoterapéutico con adolescentes, exige del terapeuta la capacidad y habilidades para flexibilizar y adaptar sus conocimientos huyendo de la rigidez dogmática en la relación con el adolescente (Ávila, 2004). Apartarse de esa rigidez no legitima la arbitrariedad ni valida la ocurrencia, sino por el contrario, requiere del rigor que aporta el conocimiento sobre los fenómenos y configuración psíquicos en esta etapa de la vida.

Los propios procesos defensivos del psicoterapeuta, en ocasiones como reacción a la enorme exigencia que provoca una demanda caracterizada por la inmediatez, la gravedad y el frecuente componente actuador que conllevan, pueden llegar a mermar las posibilidades de desarrollar la capacidad de escucha, así como la creatividad y flexibilidad como recursos necesarios para la comunicación con los adolescentes.

En muchas ocasiones la propia angustia del psicoterapeuta puede desencadenar en éste defensas de tipo fóbico-evitativo que se traducen en distanciamiento emocional, o uso exclusivo de intervenciones sustentadas en procedimientos que dificultan o no permiten el encuentro intersubjetivo.

La rigidez por parte del terapeuta en los procedimientos, además de ineficaz, puede ser también consecuencia de la confusión entre objetivos educativos en sustitución de los propiamente psicoterapéuticos.

Puede resultar complicado, pero es importante para el psicoterapeuta diferenciar los objetivos clínicos que se dirigen en última instancia hacia la integración y cohesión del self del paciente, de ideales educativos o morales, necesarios, pero propios de otras figuras y otros ámbitos de relación de la vida del adolescente.

Para que el paciente pueda configurar la función del psicoterapeuta en una relación única y el vínculo constituya una experiencia en la que descubrirse, es necesario que el terapeuta ocupe una posición mentalizada y bien discriminada de las figuras que componen el entramado relacional del adolescente, tanto real como imaginado.

El trabajo con adolescentes moviliza inevitablemente en el psicoterapeuta representaciones sobre imagos infantiles y parentales que, en caso de no estar suficientemente elaboradas, podrían superponerse a las del propio paciente (Abellá, 2010). Por ejemplo, la identificación con un paciente a quien se percibe frágil y desvalido puede activar en el terapeuta esos sentimientos, conduciéndole a intervenciones en la línea actuadora de la protección, rivalizando o culpabilizando a los padres. La vivencia no mentalizada de unos padres rígidos y exigentes puede generar en el psicoterapeuta actitudes y conductas contraproducentes en el tratamiento en forma de actitudes críticas y hostiles hacia los padres del paciente.

Lo mismo ocurre cuando de forma no discriminada se imponen conflictos propios con intensa carga emocional como los relacionados con la maternidad o paternidad.

Pueden aparecer en el relato del paciente o la familia, contenidos que evocan aspectos temidos en el terapeuta, traumas, o que colisionan con valores interiorizados, “pudiendo sufrir una especie de parálisis traumática del pensamiento de carácter defensivo” (Abella, 2010, p. 67), y que fácilmente pueden conducir al uso de recursos racionalizadores y asépticos.

El trabajo con los padres constituye una pieza clave en el proceso terapéutico, tanto por su lugar primordial en la vida psíquica del adolescente y su compromiso ineludible en su proceso de crecimiento, como por la importancia de establecer una alianza que favorezca el tratamiento. Es posible que el adolescente viva esa alianza considerándose excluido. Este punto, respecto a la confidencialidad y protección a la intimidad del paciente, deberá ser bien aclarado desde el encuadre para no favorecer en el adolescente la fantasía persecutoria de una coalición entre adultos, de la que es expulsado.

Para el psicoterapeuta joven, puede resultar difícil al principio reconocerse en su rol profesional, identificándose en un rol de hijo frente a unos padres sobre los que proyecta un poder sobre él, escenificando su propio conflicto adolescente.

Los intentos del psicoterapeuta para atraer y motivar al adolescente hacia la psicoterapia deben estar bien elaborados internamente por parte de aquel y conllevan medir bien la táctica a emplear. Actuar bienintencionadamente con maniobras de seducción como fórmula dirigida a la adherencia, supone el riesgo de reforzar los aspectos más dependientes y regresivos del paciente.

La seducción no elaborada podría constituirse en una actuación que respondiera a características propias del psicoterapeuta, dirigida a satisfacer sus necesidades narcisistas corriendo el riesgo de reproducir episodios traumáticos de la vida del paciente, vividos con intensa culpa y miedo al abandono.

Es importante que el terapeuta pueda discriminarse del objeto idealizado para comprender las ansiedades que subyacen a ese mecanismo defensivo, que básicamente representa el miedo a la pérdida del objeto. La idealización del terapeuta por parte del paciente en determinados momentos del proceso psicoterapéutico (como fenómeno transferencial conocido), puede, si no está trabajado, reforzar el narcisismo de aquel, y lejos de afianzar la relación terapéutica, dejará al adolescente atrapado en un vínculo de dependencia.

Los señalamientos o confrontaciones oportunos que se realicen en determinados momentos del proceso deberán ir dirigidos a abrir posibilidades de pensamiento, de representación y a conectar e integrar elementos constitutivos de la experiencia, nunca a cerrar desde una posición que pueda ser vivida como poseedora de un saber inmutable. Esto causará en el paciente un efecto de imposición y daño, frente al que reaccionará con distanciamiento, actitud de sometimiento o rebeldía e ira en función de sus características.

La actuación, es una de las características especialmente reconocidas en la adolescencia. En los cuadros más graves, la carencia de recursos mentalizadores propicia que la intensa carga emocional que no puede ser representada derive en conductas de riesgo para el adolescente y para otros. Este grado de actuación a su vez, genera en el entorno como reacción, otras conductas impulsivas sin mediadores mentalizadores, reproduciendo e incrementando en espiral la no mentalización del adolescente (Bleiberg, 2015). Esta secuencia que se ve claramente en situaciones que nos describen las familias y los propios adolescentes, tienen su correlato en algunas respuestas institucionales donde encontramos el riesgo de reproducir como reacción a la actuación, conductas sin mediación reflexiva entre la emoción que generan (miedo, angustia, impotencia…) y su descarga en forma de acción no terapéutica.

Conclusión

Como conclusión y dejando sin nombrar otros fenómenos inherentes a la relación intersubjetiva en la psicoterapia con adolescentes, nos parece necesario poner el acento en la trascendencia que adquiere el encuentro psicoterapéutico en ese momento de la vida.

Por otro lado, es importante insistir en la condición imprescindible para el psicoterapeuta, de conectar emocionalmente con lo que supone la configuración del psiquismo adolescente, su dependencia de lo externo frente a la inseguridad básica de lo desconocido, el difícil equilibrio y fragilidad que conlleva sostenerse entre tensiones opuestas y las ansiedades que de ello se derivan, así como del sufrimiento generado cuando, por carencias o trauma, el fracaso se convierte en desadaptación o patología.

aÁngeles Castro Masó es Psicóloga Clínica, psicoterapeuta docente y supervisora por FEAP. Trabajó hasta 2022 en el AGCPSM del Hospital 12 de Octubre de Madrid y como profesora Asociada de la UCM.

Para citar este artículo: Castro, A. (2023). La psicoterapia en la adolescencia: procesos intersubjetivos. Clínica Contemporánea, 14(2), Artículo e13. https://doi.org/10.5093/cc2023a11

Referencias


Correspondencia

Para citar este artículo: Masó, Á. C. (2023). La psicoterapia en la adolescencia: procesos intersubjetivos. Clínica Contemporánea, 14(2), Artículo e13. https://doi.org/10.5093/cc2023a11

acastromaso@gmail.com La correspondencia de este artículo debe enviarse a la autora Ángeles Castro Masó al e-mail: acastromaso@gmail.com